Por favor, un poco de seriedad,
ANTONI M. BADIA I MARGARIT
Escribe este artículo un modesto profesor de lingüística, avezado a las polémicas. Desarrolladas en revistas y en congresos de la especialidad correspondiente, las discusiones científicas siempre le han parecido fértiles vías para hacer progresar los conocimientos sobre cualquier materia. En cambio, este mismo profesor ha de confesar ingenuamente toda su perplejidad al ver que graves cuestiones lingüísticas son planteadas en la plaza pública y por indoctos, pero, eso sí, coreados por ciertos medios de comunicación, que además ocultan al pueblo sencillo realidades palmarias. Pero su perplejidad roza ya el paroxismo cuando toman partido en esas cuestiones personas de relieve ciudadano y con alta responsabilidad política, quienes niegan la evidencia so pretexto de evitar la politización de un tema que si se ha convertido extremamente en político es por la ignorancia voluntaria del asunto que con su modo de proceder manifiestan.Me refiero, claro está, a la crispada situación de la lengua en Valencia, que, si siempre vive latente en un rescoldo que no se extingue en las últimas semanas se ha puesto al rojo vivo. No voy a objetar nada contra el término valenciano, que razones históricas abonan y que figura en el Estatuto de Autonomía (donde en todo caso se acusa una notable inexactitud en el registro lingüístico referido al definir la lengua). Lo que ahora me interesa es recordar que, llámese como se llame la lengua propia del País Valenciano, es una modalidad de la lengua catalana. No hace mucho tiempo, cuando se le pidió a Joseph Gulsoy (de la Universidad de Toronto) un artículo sobre la unidad de la lengua, este ilustre especialista de lingüística catalana (sobre todo valenciana) lo inició haciendo constar su sorpresa por ser todavía necesario insistir en un tema que nunca ha sido puesto en duda por los romanistas.
A las aludidas personas de relieve ciudadano y con alta responsabilidad política yo les recomendaría hojear cualquier manual de lingüística románica. Pero aún tienen más fácil la indagación: que escuchen la radio o la televisión de Cataluña o de las Baleares. Más de una vez me he permitido hacer una broma a los valencianos que pretenden que su habla no tiene nada que ver con el catalán: para dominar otras lenguas, todos hemos tenido que estudiarlas (y así hemos aprendido francés, italiano, alemán, etcétera); pero, en el supuesto indicado, los valencianos lo tendrían más fácil que los demás, porque de entrada ya conocen una lengua sin estudiarla: el catalán.
Por lo demás, las cuestiones de nomenclatura, que, por cierto, no son exclusivas de nuestra lengua, tampoco son las que más preocupen. Veamos: muy cerca de nosotros existe un par de voces (español y castellano) para designar una sola lengua.
Los norteamericanos se expresan en inglés (y se hallan bien lejos de Inglaterra). Los habitantes de la Suisse Romande, en francés (y no en suizo). Los austriacos suelen querer distanciarse claramente de los alemanes, pero, si se les pregunta qué lengua hablan, responden sin vacilar: el alemán.
Por eso, y volviendo al tema que nos ocupa, hace tiempo que se echa de menos una declaración de los órganos de poder valencianos, en el sentido de reconocer y proclamar que valenciano es el nombre que habitualmente se da en Valencia a la lengua catalana (de la que aquél es una modalidad histórica y geográfica), sin menoscabo de la personalidad del pueblo valenciano (que por ello no ha de quedar más ligado a Cataluña ni a las Baleares, pese a que las tres colectividades compartan un único verbo, el que les ha deparado la historia). Con una declaración de este tipo se haría luz en un terreno que para muchos está lleno de oscuridades y se desvanecerían enojosos malentendidos. (Añado, entre paréntesis, que la para mí tan deseada y necesaria declaración tendría que ir acompañada de una verdadera pedagogía, porque no ha de ser fácil desarraigar del alma popular un estado de espíritu que le viene de muy lejos). Tal como van las cosas hoy en Valencia, sé que mi propuesta es una utopía. Pero la formulo para que sus gobernantes asuman las responsabilidades correspondientes. ¡Qué ganas de complicarle las cosas al pueblo sencillo! Yo he hecho encuestas dialectales a llauradors valencianos, presentándome sin disimulos con mi habla barcelonesa, y sé por qué hablo así.,
Pero vayamos a la cuestión de fondo, no lingüística ni sociolingüística, sino política. Lo que más preocupa es la responsabilidad de personas que, por ocupar un cargo público o por dirigir un periódico, se sienten con autoridad para hacer y deshacer en normativa lingüística. ¿Será que su puesto de gobierno les capacita, sin recabar el informe de especialistas, para interferirse en una materia ajena a su preparación? Esto es lo grave. Mejor dicho: lo grave es que obran como si lo creyesen. Así, con frivolidad y con ligereza se permiten quitar acentos, modificar terminaciones, sustituir palabras, adoptar barbarismos. ¿Todavía tendremos que preguntarnos de dónde ni por quién viene la politización de la cuestión idiomática en Valencia Siguen las preguntas. ¿En qué país el uso de la lengua y la manera de escribirla dependen de los vaivenes de la Administración? En el caso presente, la situación es especialmente crítica, porque, dejando aparte que el castellano es la lengua casi universal de la Administración, lo poco que le queda a la Iengua propia" de la comunidad tiene fisonomías diferentes según la institución que produce los textos. Se escriben varios valencianos. Y esto, da pena decirlo, no es serio. Es, simplemente, impresentable.
En Valencia y en cualquier parte del mundo donde aparezca, a esa anarquía hay que oponer, la normativa de la lengua: ortográfica, gramatical, lexicográfica. Además de ser el instrumento por el que nos entendemos los que constituimos una misma lengua, la observancia de la normativa es estímulo a la solidaridad y testimonio de la comunidad. Claro que a veces el precepto se contradice con nuestro idiolecto; pero la naturaleza social del lenguaje está por encima de las expresiones personales. Y esto ocurre en valenciano, en el catalán común, en el castellano de España y de
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Antoni M. Badia i Margarit es catedrático emérito de la Universidad de Barcelona.
Por favor, un poco, de seriedad
Viene de la página anteriorAmérica Latina y en todas las lenguas.
Justamente en el País Valenciano se encontró en buena hora la clave: las Normes de Castelló (1932). Era la fórmula que permita expresarse comodamente en la modalidad autóctona y al mismo tiempo sintonizar con los hablantes del resto del dominio lingüístico. Desde entonces, y sobre todo en los últimos años, esta normativa ha vertebrado la gran contribución de las letras valencianas a la literatura común, la enseñanza (donde existe) en todos sus niveles, la inmensa mayoría de publicaciones en vernáculo que ven la en el país e incluso una parte de los escritos emanados de la Administración. Hoy la fórmula, sigue siendo válida. ¿Qué más se puede desear?
Pues no. Contra la voluntad de integración que supone el uso disciplinado de la normativa vigente desde hace más de 60 años, hoy no falta quien predique la disidencia. Lo que asusta, es que, como decía antes, las incitaciones a la escisión sean alentadas impunemente desde puestos de gobierno,y difundidas por medios de comunicación. Fenómenos como el lunfardo argentino, que: se dan en ocasiones y un poco por doquier, denotan una sociedad desquiciada, que ha perdido el norte y la identidad. No diré tanto de la sociedad valenciana de nuestros días, pero el hecho me parece de suma gravedad, especialmente porque lo fomentan o lo toleran personas con responsabilidad política, social y cultural (quienes, además, se inhiben escudándose en la consabida etiqueta de la politización, cuando saben perfectamente dónde está la razón -¡y el remedio!- de la cuestión idiomática).
Creo sinceramente que el intento de elevar esa anárquica jerga a una pretendida Iengua valenciana" es un suicidio. Son ganas de quedar al margen de una lengua, que al fin y al cabo es la suya, cargada de historia y tomada en consideración en todas. partes. Y si, en la proyectada ruta hacia un reconocimiento europeo del tal producto, se consiguiesen algunas posiciones, el desatino se convertirla en el hazmerreír de todos. Sólo el pensarlo ya produce lo que llaman vergüenza ajena. Por eso, en la previsión de que los iluminados animadores de tal conato carezcan del sentido de lo ridículo, me dirijo a todas las personas conscientes de la gravedad del problema y que puedan hacer algo para evitar tan lamentable error, pidiéndoles, por favor, un poco de seriedad!
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