Jack el Destripador
La acorazada de picar salió en expedición de castigo y todos los conmilitones, como un sólo hombre, rajaron los espinazos de los toros buscándoles las entrañas. A uno, tras la carnicería, le metieron una ovación que no habría escuchado ni el famoso Badila en sus mejores días de gloria. Otro, que tiene buen ambiente y hasta le componen poemas camperos, llamado Ambrosio, al levantar la vara creíamos que sacaría las tripas del toro colgando de la cruceta. Y en una de esas apareció Jack el Destripador.
Jinete de jamelgo percherón con aires de burro, recibió al cuarto toro no por donde se debe sino directamente por el lado contrario, echándole encima la muralla del burro y su peto descomunal, acorralándole contra las tablas. Y allí le dio para ir pasando. Le dio lo que no está escrito. Le dio donde más duele y donde mata. Le dio con la saña aquella que caracterizaba la barbarie de la España negra. Le dio siguiendo la escuela no del Badila dicho, ni siquiera la del señor Atienza, que inventó la carioca, hoy recuperada, puesta al día y convertida en suerte cotidiana, instrumento letal destinado a dejar para el arrastre las reses bravas; le dio Jack en la escuela del Carnicero de la Autopista, del Vampiro de Dusseldorf,-del Conde Drácula, del doctor Petiot, de la suya particular. Y aunándolas todas contra el inocente toro, dictó una lección magistral, que al resto de la acorazada de picar le sirvió de guía y de ejemplo.
Atanasio / Mora, Litri, Ponce
Cinco toros de Atanasio Fernández desiguales de presencia, 2º anovillado, inválidos, manejables. 4º de Los Bayones, con trapío, inválido. Juan Mora: estocada corta atravesada arrancando, rueda de peones y tres descabellos (silencio); estocada atravesada y dos descabellos (silencio) Litri: cuatro pinchazos, estocada pasada, rueda de peones y dobla el toro (pitos); metisaca bajo -aviso-, estocada y descabello (pitos y algunas palmas). Enrique Ponce: estocada corta atravesada, descabello -aviso- tres descabellos (palmas y algunos pitos); pinchazo y estocada (silencio).Plaza de Las Ventas, 29 de septiembre. 4ª corrida de feria. Lleno.
Algunos toros derribaron... Bueno, es un decir. Más bien se caían los caballos, aunque no por debilidad congénita sino porque los verdugos de arriba no tenían ni idea de montarlos, tampoco de ejecutar la suerte de varas con cierta sujeción a los cánones y una mínima decencia, y al menor marronazo, o al recibir un derrote poquitín fuera de lo normal, los desequilibraban. Ni caballistas, ni picadores; ni torería, ni sensibilidad. Así son los actuales individuos que calzan bota hierro y se tocan de castoreño, con rarísimas excepciones.
Y mientras perpetraban las tropelías, el público no decía nada. Apenas protestaban tres o cuatro aficionados desperdigados por el tendido, otros tres o cuatro del denostado 7, acaso docena y media en los momentos de mayor escándalo. Buena parte de los espectadores ovacionaron, incluso, una explosiva manifestación de incompetencia -el picador dando vueltas vertiginosas en torno al toro en tanto lo tenía medio aplastado con el percherón y le clavaba vara profunda-, y al matarife responsable le estuvieron acompañando los aplausos hasta que desapareció por la puerta de cuadrillas (no para siempre, ¡rayos!). "Son unos ignorantes, pobrecillos" era la explicación que encontraron algunos de aquellos aficionados a semejante despropósito de la masa pensante. Pero puede que no: puede que el toro y su bravura -imposible de calibrar en esas circunstancias-, les trajera sin cuidado; puede que les gustara ver cómo se vapulea a un toro y se le abre en canal impunemente, desde lo alto de una inexpugnable empalizada.
Y acaso el subconsciente les estuviera sugiriendo que era la única forma de que los toreros lograran cortar orejas. Los precedentes son abrumadores: así está sucediendo todas las tardes, en todas las plazas de este país. Los toros salen moribundos del chiquero y, donde no, se encarga de destruirlos la brigada ecuestre. Luego los toreros se ponen a hacer posturas, les regalan las orejas, y expertos en contar cuentos (propiamente, cuentistas), relatan con terminología épica esas actuaciones, concluyendo que fueron memorables.
Carnicería, pantomima y cursilada se repetían en Las Ventas, pero la afición madrileña no lo aceptó. Las faenas (o lo que fuera aquello) que realizaron Juan Mora, Litri y Enrique Ponce, en otras plazas habrían valido olés, aplausos, música, orejas, ¡las 12 orejas!, salida a hombros por la puerta grande. De ahí, quizá, la extrañeza de los tres diestros al comprobar que se iban de vacío.
Juan Mora, que es un excelente muletero, se ponía a hacer posturas sin centrase con sus toros, menos aún dominarlos. Litri le dio a uno larga sesión de regates y al quinto de la tarde lo toreó despacito, despacito; tan despacito como iba el toro, que era un borrego inválido, crepuscular y tonto de remate.
Enrique Ponce instrumentó trincherillas y pases de pecho de excelente factura, mas el meollo de sus faenas consistió en pegar derechazos mediante abuso del pico con mucho curvar la cadera, naturales sin templanza ni ajuste y vuelta a empezar. Y acabó aburriendo a la afición, al público en general, al lucero del alba. Hasta a los partidarios de Jack el Destripador y restante harca de matarifes aburrió.
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