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Tribuna
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Pilar Bardem

Hace siete u ocho años me pidieron que escribiera un ensayo, con diagnóstico incluido, sobre la evolución del cine español en la etapa democrática que ahora parece estancarse. No intenté nadar contra la corriente, ni salirme por la tangente con una boutade que se prestaba entonces, y sigue, a ser considerada como una manera de jugar a la originalidad, pues ese diagnóstico se comprimía en esta frase, ciertamente aventurada, y que me ha valido algunos rapapolvos, pero que sigue pareciéndome cierta: el cine español vive una todavía oculta edad dorada.Fundo esta idea no sólo en las obras redondas de algunos de nuestros cineastas más experimentados, sino también, y sobre todo, en destellos y en grietas por donde se entreven, en películas imperfectas y en cineastas no enteramente hechos, brotes de gran talento. He anotado muchos de estos instantes ocultos (de ellos procede la idea de una oculta edad dorada) bajo la evidencia de la imperfección de una película. Unos son prometedores, pues son resultado de una visión ron lupa de las tripas de esa película. Pero hay otros contundentes, que forman parte de aquella evidencia.

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Ayer, aquí, recordé uno de estos últimos. Es la escena del siniestro prostíbulo bilbaíno que Enrique Urbizu -no es olvidable el choteo -de los otros cinco colegas de un jurado, cuando Trueba, Herrero, Giménez Rico y este cronista lo propusimos para el premio al mejor director de la mejor película del año introduce entre las imperfecciones de la pese a ellas formidable Todo por la pasta. El eje de esa soberbia escena es la perorata de una actriz que, en unos 10 minutos de salvaje intensidad, en medio de una frenética aventura policiaca, proporciona a la pantalla la mayor dureza, la mayor violencia, sin necesitar ni uno de los innumerables tiros a bocajarro que hay en el filme: con su sola. presencia.

La actriz, se llama Pilar Bardem y vuelve, ahora con más metraje y por tanto con menos posibilidades de síntesis, a repetir una hazaña que sólo los príncipes de su oficio alcanzan. Su composición de la suegra de Victoria Abril en Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto es asombrosa y, lo que multiplica su verdad, extremadamente difícil de sacar adelante. Victoria Abril y Federico Luppi, dos intérpretes excepcionales y de gran renombre, se apoyan para convencer sobre brillantes y complejos tinglados argumentales, en los que cuentan con abundantes recursos de lucimiento. Pero Pilar Bardem no tiene otro apoyo que un bastón.

Un bastón y un cambio demonio, nada más. Ningún otro elemento exterior. Como Meryl Streep y Clint Eastwood en la conmovedora Los puentes de Madison, a Pilar Bardem le basta meter el rostro en la pantalla y desde ella mirar transfigurarse y crear la ficción de ser otra siendo ella misma más que nunca. Y por otra grieta asoma esa oculta edad dorada que algunos vemos en unas pocas evidencias y en incontables zonas subterráneas del cine español.

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