Melancolía en Cojimar
Nunca se supo el número de cubanos que murieron ahogados o devorados por los tiburones en el estrecho de la Florida. Tampoco el de jóvenes mutilados en los campos minados que separan la base naval norteamericana de Guantánamo de territorio cubano. Menos aún la cantidad de familias divididas o destrozadas por el dolor de aquella bola de fuego que azotó la isla como un huracán en el verano del 94. Por ello, volver a Cojimar un año después del fin de la crisis de las balsas es un ejercicio duro para la memoria. De aquí salieron 6.000 de los 35.000 balseros que Estados Unidos confinó después en Guantánamo. De ellos, cerca de mil eran del pueblo."Cojimar se quedó medio vacío", recuerda el viejo Gregorio Fuentes. Gregorio lleva un tabaco en la boca, y hoy, como siempre, charla con varios turistas sobre su antiguo jefe, el escritor Ernest Hemingway, con quien salió muchas veces a pescar el pez espada en la corriente del Golfo a bordo del yate Pilar. Gregorio tiene ahora 97 años y está acodado sobre el mostrador del bar La Terraza, donde almuerza y cena todos los días. Es un hombre de rostro firme y arrugas antiguas, curtido por el ron, los ciclones y el mar. Quizá por ello el verano pasado ni se inmutó cuando estalló la crisis de las balseros y Cojimar se convirtió, de la noche a la mañana, en un gigantesco astillero.
"Todo ha cambiado mucho desde entonces", dice, con la voz rota, de lobo de mar. Tras sus ojos de viejo pescador se esconde, sin embargo, cierta amargura. El pasado día 9 se cumplió un año desde que los Gobiernos de Cuba y Estados Unidos firmaron el acuerdo migratorio que acabó con el éxodo de los balseros y que sirvió para tender el primer puente entre ambos países sobre el estrecho de Florida. Pero, aunque la situación de Cojimar y de Cuba han "mejorado" algo desde entonces, algunas cicatrices de aquella crisis siguen abiertas.
Alejandro Gomez, Bimbo, es un buen ejemplo. En agosto del año pasado, Bimbo se lanzó al mar como cientos de cojimeros. Fue recogido por un barco guardacostas norteamericano y luego trasladado a la base de Guantánamo, donde vivió un infieno de varios meses. En noviembre no aguantó más y cruzó a territorio cubano a través de los campos minados que rodean la base naval. Cerca de él saltó por los aires un vecino de su pueblo cuando intentaba regresar. Alejandro ya superó aquel trauma, y ahora sobrevive con su mujer en Cojimar, después de haber arriesgado su vida dos veces, y no tiene seguridad de poder emigrar a Miami. El acuerdo migratorio del 9 de septiembre ha permitido que 20.000 cubanos emigren este año legalmente a EE UU, pero no ha resuelto el problema de los más de mil balseros que regresaron a su país desde Guantánamo antes de que Clinton aceptase recibir a todos los refugiados en la base el pasado 2 de mayo.
Juan, otro vecino de Cojimar, es otra de las secuelas vivas de la esquizofrenia que provocó aquella crisis. Él perdió un pie en un mina durante su vuelta a casa, pero hace unos días intentó construir de nuevo una balsa para huir de Cuba ilegalmente, y fue detenido en compañía de varios amigos. Aunque lo hubiese conseguido, las autoridades norteamericanas le hubiesen devuelto a la isla, como han hecho con los más de cien cubanos recogidos en alta mar después del 2 de mayo.
Dos jóvenes de Cojimar hablan del caso sentados en el Claro de Luna, al final de la calle real. El Claro de Luna es la zona del pueblo donde está el pequeño malecón de piedra, la fábrica de caramelos y los arrecifes de dientes de perro que sirvieron de rampa de lanzamiento a los miles de balseros que salieron de aquí el año pasado en busca del paraíso. Sin embargo, ahora todo está tranquilo. No hay dramas, ni llantos, ni balsas, y, por el contrarío, algunas personas se dirigen a la paladar, restaurante de iniciativa privada, de Coqui.
Como Gregorio, la vida de Coqui está unida de alguna forma a la de Hemingway, ya que él participó en 1956 en el rodaje de la película El viejo y el mar. En la actualidad trabaja como chef del bar restaurante La Terraza, y hace unos días las autoridades le permitieron abrir un restaurante privado en su casa, con un máximo de 12 sillas. Hace un año, desde el portal de su casa se veía el horizonte cuajado de puntitos negros. Eran balsas. En aquel entonces el peso cubano estaba a 120 por dólar, no había comida, ni eran legales los mercados agropecuarios regidos por la ley de la oferta y la demanda, ni tampoco los restaurantes y los pequeños negocios privados
Todo esto cambió después de la crisis. El Gobierno de Fidel Castro abrió la mano y toleró algunas válvulas de escape. Gracias a ello, Coqui y su familia ahora obtendrán algunos recursos extras mediante su paladar, que han llamado El Claro de Luna, el mismo nombre del restaurante que tuvo su suegro en Cojimar hasta comienzos de los sesenta, cuando la revolución lo expropió. En el salón principal hay una gran foto de él, descalzo, junto a Spencer Tracy, y también timones, espadas de aguja y algunas redes y avíos de pesca que son a la vez decoración y símbolo de lo dura qué es la vida en estas aguas de grandes peces.
Los ojos de Coqui, como los de Gregorio, son la memoria de Cojimar. Hace dos años frente a su casa, en el malecón, varios soldados guardafronteras tirotearon una lancha rápida de Miami que vino a llevarse gente de forma clandestina, matando a tres personas, lo que provocó protestas y enfrentamientos entre algunos jóvenes del pueblo y la policía, mucho antes de los disturbios del 5 de agosto. El verano pasado tuvo el astillero delante del jardín, en el Claro de Luna, y hoy este lugar ya no está cuajado de balsas, sino de clientes. Todo ha cambiado, pero hay algo que sigue igual: en Cojimar continúa la lucha por sobrevivir.
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