Narcotráfico y política en América Latina
El narcotráfico en América Latina no data de ayer. Sus orígenes y sus estragos se remontan a tiempos lejanos, cuando subsistían en el continente esperanzas de cultivar, producir y exportar otras mercancías, igualmente lucrativas pero menos perniciosas, y cuando el tema ocupaba un sitio secundario en la agenda de Estados Unidos. Pero la antigüedad del asunto no obsta para quien evolucione y alcance nuevas configuraciones y magnitudes, que pueden resultar tan sorpresivas hoy como lo fue ayer la paulatina desaparición de la esperanzas mencionadas. Son tres los cambios dignos de ser destacados en esta ocasión, por su importancia intrínseca y por su vinculación con la actualidad política en varios países de la región.El primer cambio quizá se distinga más claramente en México, pero abarca muchos otros países de América Latina. En la nación azteca, la imagen clásica del narcotraficante se había vuelto emblemática, al igual, en buena medida, que en Colombia. Los narcos del cartel del Pacífico y de Juárez eran jóvenes, medio lumpen, con pulseras y cadenas de oro, anillos de brillantes y una mezcla aterradora de audacia y deseo de muerte. Pero este retrato hablado rápidamente perdió su vigencia, por lomenos en cuanto a sustancia se refiere. Gracias a las filtraciones, las deducciones y el cúmulo de evidencias aparecidas en tiempos recientes, podemos presuponer, hoy que, los nuevos traficantes mexicanos o los viejos operadores de los nuevos carteles (sobre todo el cartel del Golfo) ya no son ricos delincuentes con predilección por la violencia y la, muerte, sino empresarios modernos y sofisticados, dedicados a un negocio altamente lucrativo que algunos consideran ilícito.
Las investigaciones de la prensa mexicana y estadounidense, los análisis de autoridades y estudiosos norteamericanos y algunos resultados de las pesquisas en tomo a los asesinatos de 1993 y 1994 en México sugieren que el narcotráfico se ha involucrado en un conjunto de actividades que hasta ahora no pertenecían a su tradicional ámbito de acción. Existen razones para suponer que los narcos participaron en el proceso de privatizaciones mexicanas y de otros países, ya no sólo para lavar dinero, sino para invertir su capital en negocios que junto con los suyos generaban sinergias interesantes. Muy posiblemente hayan negociado tácita o explíticamente formas de apoyo a la divisa mexicana hacia finales del año pasado, como también muy posiblemente lo hicieron a comienzos del sexenio de Carlos Salinas de Gortari. Probablemente tuvieron injerencia en el asesinato o bien del. cardenal de Guadalajara Juan José Posadas, o bien de Luis Donaldo Colosio, o bien de José Francisco Ruiz Massieu, o en alguna combinación de los tres. Se intuye que llegaron a acuerdos por lo menos con deteminados sectores del Gobierno mexicano para reducir las tensiones entre México y Estados Unidos, y sin duda infiltraron altas esferas de toda la política nacional mexicana, a diferencia de su intromisión anteriormente limitada al ámbito de la seguridad o al nivel de los estados de provincia. Los narcos se volvieron empresarios.
Una segunda transformación ya venía vislumbrándose desde hace tiempo en Colombia, con el ocaso del cartel de Medellín y el surgimiento del de Cali. Después de la terrible guerra librada por el Estado colombiano contra el narcotráfico en la persona de Pa blo Escobar y los demás capos de Medellín durante los años ochen ta y hasta principios de los no venta, la sociedad y el Gobierno colombianos claramente preferían construir un entendimiento con una esfera de la actividad econórrúca demasiado importante para ser vencida o ignorada. Si alguna vez hubo candidato ideal para poner fin a una guerra imposible de ganar y para inaugu rar una coexistencia imposible de evitar, era el cartel de Calí, su puestamente encabezado, entre otros, por los hermanos Rodríguez Orejuela. Menos proclive a la violencia, dispuesto a tomar en cuenta las sensibilidades de Esta dos Unidos y la necesidad del Gobierno de Colombia de entén derse con Washington, dispuesto a enviar a sus hijos a estudiar a universidades americanas y a conducir sus actividades con se riedad y eficiencia, sin excesos ni exabruptos, el cartel de Calí clamaba a gritos una negociación. Cualquiera que sea la verdad de las acusaciones contra el Partido Liberal y el propio presidente Ernesto Samper de haber recibido financiacion para sus campanas políticas de los nárcotraficantes colombianos, el hecho es que la vinculación con la política nacional resulta de lo más lógico. Integrar al narco a la vida institWional como parte de un paquete de coexistencia pacífica es una vertiente indispensable de cualquier entendimiento, y este último constituye un componente esencial de la ausencia de una guerra fratricida y sangrienta contra el narco.
Pero como lo han comprobado el propio Samper y buena parte de las autoridades colombianas, los márgenes de manio'bra permitidos por Estados Unidos son magros. El tipo de concesiones, de tolerancia, las maneras de hacerse de la vista gorda ante violaciones flagrantes a la ley que caracterizan la postura de las autoridades norteamericanas frente al consumo, comercio y cultivo de estupefacientes en su propio país, pasa a ser anatematizado por la Drug Enforcement Administrátion (DEA), el FBI y la Dirección de Aduanas cuando se trata de otros países. Las filtraciones de la DEA dirigidas contra el Gobierno de Samper y el Partido Liberal en Colombia, y contra otros. Gobiernos en otras latitudes del continente, dificultan enormemente una tarea imprescindible: tomar nota de la aspiración de los narcotraficantes latinoamericanos a ser considerados parte de las élites empresanales de la región, más productivos y eficientes que muchos, aunque menos presentables en sociedad que otros.
Lo cual conduce al tercer cambio, que en realidad se traduce en un dilema para Estados Unidos. El narcotráfico ha adquirido dimensiones insospechadas en América Latina durante el último decenio, en buena medida como resultado del estancamiento económico y de las políticas de desregulación y de liberalización comercial. Era de esperar: uno de los rubros donde las economías latinoamericanas efectivamente gozan de ventajas comparativas es la producción y exportación de enervantes por razones climatológicas, jurídicas e históricas. Y muchos de los Gobiernos del hemisferio que Washington esgrime como ejemplos de. fervor por el libre mercado y de vocación democrática son también aquellos que han tejido las redes y complicidades más estrechas con el narcotráfico, a veces con propósito de enriquecimiento personal, pero en otras ocasiones con ánimo institucional. ¿Qué debe hacer Washington? ¿Desentenderse de la creciente vinculación con el narcotráfico para no perjudicar o contribuir a derrocar a Gobierno, amigos como lo hizo durante seis años con el régimen de Carlos Salinas de Gortari en México? ¿O, justamente debido a sus nexos con los narcotraficantes, acusar y en su caso debilitar a Gobiernos que en otros ámbitos merecen su simpatía, como pareciera ser la, actitud de Estados. Unidos frente a Colombia hoy? Como se ve, en todas partes se cuecen habas, y no, sólo los latinoamencanos enfrentan opciones desgarradoras en éste, el más espinoso de los temas de la realidad de América Latina.
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