Vanessa Redgrave presenta en Santander una Cleopatra seductora, guerrera y viril
La actriz realiza una luminosa interpretación de la obra de Shakespeare
VICENTE MOLINA FOIX En su tercer Antonio y Cleopatra, estrenado hace pocos meses en Inglaterra y ahora de gira europea, Vanessa Redgrave afronta el papel de la hermosa seductora a sus (espléndidos) 58 años y se reserva también las funciones de autoridad: la dirección y el "concepto escenográfico". Se trata de un montaje que, en mi opinión, no pasará a la historia, pero aquellos desdichados que el lunes se impacientaron en Santander y dejaron la sala en la primera parte o en el intervalo lamentarán el resto de sus vidas haber perdido la ocasión de asistir en los 40 minutos finales a una de las más luminosas, inteligentes y conmovedoras interpretaciones femeninas que el teatro ha ofrecido en los tiempos actuales.
Son dos los problemas que veo en el montaje de la Redgrave. De uno sólo tiene culpa interpuesta -o empresarial-, y es la elección de su contrincante, el actor negro David Harewood (la compañía cuenta con un 40% de actores de color, en su mayoría desempeñando papeles de romanos). Grande y mercurial, Harewood es un actor competente, pero nunca trascendente, al que le falta la fragilidad, la sensualidad obsesiva (la del hombre que por una pasión se ha transformado de "triple pilar del mundo" en "bufón de una puta", como dicen sus soldados) y el lado morbido, casi femenino, que este Marco Antonio de Shakespeare, al contrario que el de Julio César, ha de tener. ¿O no le falta a él? Aquí entramos en los reparos a la Redgrave, directora y conceptualizadora.La grandeza del teatro de Shakespeare, de todo gran teatro, es su apertura al mundo de los reflejos, las imaginaciones privadas, las lecturas divergentes, pero no hace falta ser Harold Bloom para sostener que las obras literarias nacen de una intención primordial, específica. Y la especificidad constituyente de Antonio y Cleopatra es la divertida, doméstica, vulgarmente sublime comedia de costumbres maritales, celos y deseo disparado (el que sólo a partir de los cuarenta se empieza a gustar o sufrir). Naturalmente, ese amor fogoso lo viven dos personajes implicados en una maraña política de conspiraciones y golpes de estado, pero lo que da a la obra su original grandeza es el realce de lo privado, lo conyugal, como sucedía en el memorable montaje de Peter Brook de 1978, con los geniales Glenda Jackson, Alan Howard y, en los papeles de Octavio César y Octavia, dos jóvenes actores hoy primeras figuras, Jonathan Pryce y Juliet Stevenson.Rasgos de genio
De aquel montaje, el último que Brook firmó para la Royal Shakespeare Company antes de su exilio parisiense, recuerdo la delicada intimidad y la angustia casi bergmaniana de la pareja sobre un fondo de lejanas contiendas de golpe recordadas por el chorro de sangre que manchaba el decorado.
Hay muchos rasgos de genio en la visión global de Redgrave; Cleopatra, vestida casi toda la obra con botas altas, calzones y gola, viriloide y fumadora de cigarros en el mundo de hombres en el que quiere intervenir, recupera sus condiciones de mujer en la muerte, cuando quiere brindarle a su amante, como el último fruto de un amor imposible, la plena femineidad. Frente a ella, Octavia (estupenda la actriz Aicha N. Kossoko) es la mujer-prenda de los soldados, la víctima callada incapaz siquiera de mostrar su personalidad amorosa. Pero hay un subrayado de lucha política intemporalizada que no es esencial en esta obra, y el feísta, bien diseñado pero impropio decorado agrava: se trata de hangar o ruina industrial contemporánea, con pintadas en los muros, que no permite a la directora establecer la polaridad entre la diligente Roma militar y la Alejandría sinuosa. La delicadeza, la voluptuosidad, el humor (la escena del payaso con el áspid, tan desternillante en el momento de la tragedia, es aquí, interpretada por el mismo actor que hace de adivino, un pasaje sombrío, sin chispa) se ahogan bajo el yugo de una estricta lección política. Pero llegan los actos cuarto y quinto de la obra, con la primacía de su personaje, y Vanessa prescinde de lo superfluo: se quita su ropaje hombruno del Renacimiento y se convierte en la mujer más dolorosa de cualquier tiempo la más vulnerable, la más amante, la más dueña de su pasión.
Amantes lúbricos
Escrita entre 1606 y 1607, en un periodo de madurez que dio, entre otras, obras del calibre de Macbeth y El rey Lear, Antonio y Cleopatra pertenece, sin embargo, a un pequeño y para mí muy distinguido grupo de piezas shakespearianas marcadas por la extrema dificultad de su escenificación. Populares como son sus héroes, atractiva la historia amorosa, inspiradísimo el soporte poético de sus versos, vistoso el marco político, Antonio y Cléopatra es como Medida por medida, El mercader de Venecia o Cuento de invierno y por la misma razón que ellas, la constante alternancia de registros) una obra maestra endiablada. Es también uno de los dramas que más desdén sufrió de la posteridad; en la segunda mitad del siglo XVII y en todo el XVIII inglés no se supo pintar creíblemente y por tanto se desterró de la escena a esta pareja de enamorados ya de una cierta edad y con un pasado, que traicionan ante nuestros ojos, y en especial a nuestros oídos, su grandeza imperial y militar diciéndose lindezas de tortolito y mostrando una lubricidad que, como todo lo acuciante, llega a ser grosera. No hay para mí en toda la obra de Shakespeare (e incluyo Romeo y Julieta y Troilo y Crécida) amores más locos, graves y arrebatadores que los del triunviro romano y la reina egipcia.Redescubierta y restaurada al canon shakespeariano en el Romanticismo, es en el siglo XX una de las favoritas de los mejores directores y actores británicos, hasta el punto de que cuenta con un repertorio de intérpretes legendarios: los antonios de Gielgud, Olivier, Michael Redgrave, Christopher Plummer, Antoni Hopkins; las cleopatras de Edith Evans, Vivien Leigh, Peggy .Ashcroft, Glenda Jackson, Judi Dench. Vanessa Redgrave, para mí la más grande actriz que hay ahora en el Reino Unido y sus ex colonias, había hecho antes de ahora dos cleopatras y ninguna estaba en los estrictos anales de la leyenda. La primera, que vi en Londres en 1973, fue dirigida por su entonces marido y hoy difunto cineasta Tony Richardson, en una confusa y gritada versión situada en época moderna y de la que recuerdo a una agitadísima Vanessa arrojando en sus prontos Cortesanos botellas de coca-cola a los eunucos.
No vi la de 1985, que dirigió el poco estimulante Toby Robertson y tenía como Antonio a Timothy Dalton; el espectáculo fue mal recibido.
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