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Reportaje:

La guerra privada de Fidel Castaño

Un jefe paramilitar impone su 'ley y justicia' en el norte de Colombia

"Llegué a la casa de Damasia y allí me recibió una mujer de mirada triste. Cuando le pregunté por ella me dijo que ya no vivía allí, que ante las amenazas de muerte se había ido del pueblo". Un investigador de la Fundación del Sinú recuerda su búsqueda fallida de Damasia, a mediados de 1990, cuando llegó al poblado de Leticia, en la ciénaga de Martinica. Lo escribió en un relato sobre la violencia en el departamento de Córdoba, en el norte de Colombia, por los días en que Fidel Castaño, alias Rambo, el ya legendario jefe paramilitar de la región, empezó a repartir tierras, haciendo una reforma agraria a su manera, entre las viudas de los labriegos que su ejército particular había matado por presunta o real colaboración con la guerrilla.En total eran unas 10.000 hectáreas sumando las fincas Santa Paula, Cedro Cosido, Doble Cero, Pasto Revuelto, San Luis, Los Campanos y otras tantas, incluida Las Tangas, la más conocida por una escalofriante masacre de campesinos.

Entonces se mencionaba la cifra de 7.000 millones de pesos, unos 14 millones de dólares de la época, que "donaba" la familia Castaño Gil para "beneficiar" a 2.500 familias pobres de los lugares afectados por el conflicto armado. Para administrar el programa social, que también incluía cooperativas agrícolas, maquinaria a bajo coste, farmacias y tiendas comunitarias, se constituyó la Fundación por la Paz de Córdoba. Eran tiempos en los que se hablaba mucho de paz; las Brigadas Móviles del Ejército habían arrinconado hasta casi liquidar al maoísta Ejército Popular de Liberación (EPL), que en 1991 suscribió la paz con el Gobierno de César Gaviria y reinsertó a 2.000 excombatientes.

Pero ni Fidel Castaño se convirtió en filántropo ni el EPL se extirpó. Cada bando dejó una pata en la guerra. Aunque mermaron los asesinatos masivos, se desató un nuevo periodo de guerra sucia. Unos 150 hombres del EPL, al mando de Francisco Caraballo -hoy en la cárcel de Itaguí, localidad de la periferia de Medellín-, persistieron en la lucha armada. A ello se atribuye el asesinato, hasta 1993, de otros tantos ex compañeros reinsertados.

Desde enero pasado, Fidel Castaño, hijo de campesinos ricos, nacido en el vecino departamento de Antioquia hace unos 48 años, ha muerto y resucitado varias veces en los titulares de la prensa de Bogotá. La policía no ha confirmado ni desmentido las noticias. En cambio, en fondas de caminos por las sabanas de Córdoba y en la región bananera de Urabá, donde sus dominios crecen, se afirma que "está más vivo que nunca". Y debe ser cierto porque hace unas semanas se viene corriendo la voz de que destinó otras 100 hectáreas de tierra para una segunda etapa de su reforma agraria.

Un informe de ocho instituciones de apoyo a organizaciones de desplazados por la violencia en Córdoba y la región bananera, publicado en junio, es más preciso. Fidel Castaño consolidó tres compañías paramilitares: Los Mochacabezas, que decapitan a sus víctimas; Los Tangueros y Los Escorpión.

"Estas compañías están equipadas con armas de corto y largo alcance, cuentan con radios y estaciones de comunicación y están dotadas con otros elementos de logística. Estarían en su mayoría compuestas por ex soldados profesionales. Es el grupo que entró como avanzada para desplazar a la guerrilla y su base social y que parece usar los métodos más brutales". El documento, que es suscrito, entre otras, por la Conferencia Episcopal, la Comisión Andina de Juristas y las Brigadas Internacionales de Paz, afirma que al siniestro plan de los paramilitares sigue la etapa de ocupación de los terrenos que han ido "limpiados". Este corresponde a hombres reclutados en la región cuyo "trabajo se combina y mimetiza con labores propias de vaquería y labriegos de finca", que reciben un salario mensual de 250.000 pesos, unos 300 dólares. Son los grupos de autodefensa.

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En el campo, la violencia prosigue. Según Camilo Echandía, asesor de la Consejería Presidencial para la Paz, "de los 340 municipios del país con mayor índice de violencia, 52 cuentan con presencia de grupos paramilitares", y en otros 46 de los 174 donde se cultivan amapolas también operan. Otras fuentes no oficiales hablan de 250 grupos paramilitares en todo el país, casi el doble de los que se contabilizaban a fines de los años ochenta. La guerrilla también ha duplicado sus frentes. Entre las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, el Ejército de Liberación Nacional y la disidencia del EPL, pasaron de 80 frentes en 1991 a 105 el año pasado.

Por eso, el éxodo de campesinos, en regiones como Córdoba, aumenta. Hay poblaciones donde sólo se han quedado los fantasmas. En el área rural de Necoclí, de 670 familias quedaron solamente 104.

A Montería, la capital de Córdoba, entre febrero y marzo la gente llegaba "por camionadas". Se hacinaron en casuchas de barrios como Rancho Grande, Candelaria, Paz del Río y La Palma. Un censo del programa estatal Red de Solidaridad Social calculó que en los primeros cuatro meses de este año los desplazados de Córdoba fueron 2.483. Pero organizaciones no gubernamentales creen que de la región bananera que corresponde a los departamentos de Córdoba y Antioquia debieron salir huyendo de las amenazas unas 12.000 personas. Los desplazamientos aumentarán. A primeros de mes, en Chigorodó, el grupo paramilitar Comando de Alternativa Popular masacró a 18 personas, que alternaban en la discoteca El Aracatazo. Dos horas antes, en un bar de Apartadó, presuntos miembros de las Milicias Bolivarianas, ligadas a las insurgentes Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, habían ametrallado a seis personas. La matanza de Chigorodé estaba anunciada. Gabriel Palacios, del Sindicato de Trabajadores Agrícolas -dos de cuyos miembros fueron asesinados por los comandos-, dijo que "al cura [Luis Carlos Sánchez] le llegó una carta en la que le decían que fuera arreglando el cementerio porque iba a haber 500 muertos en Chigorodó".

"Y todo indica que la violencia tiende a recrudecerse y que se va a exacerbar el frente paramilitar", opina Diego Pérez, del Centro de Investigaciones y Educación Popular, miembro de una comisión a favor del diálogo de paz en Urabá. A Pérez le parece que el Acuerdo Nacional contra la Violencia, convocado por el presidente para conjurar la crisis institucional, y que ha sido apoyado por los gremios económicos, la Iglesia católica, los sindicatos y los medios de comunicación, se traducirá en el endurecimiento de la política contrainsurgente.

También en el flanco de la guerrilla se prevé una radicalización, como ya lo está demostrando la ofensiva de las FARC y el Ejército de Liberación Nacional, que en un comunicado afirma que la única alternativa actual es "armarse" porque se entra en un proceso irreversible de guerra.

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