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Los dos terrores

¿Todavía habremos de escuchar, tras cada atentado etarra, la necia monserga de que los terroristas "así no consiguen nada"? Han logrado mantener una buena porción de electores y alumbrar en su seno a nuevas, crías, todos ellos cerriles en su calidad, pero nada despreciables por su número. Han sabido sacar al Estado de sus casillas legales y hacer que respondiera con terror a la trampa del terror. Y, así, han llegado nada menos que a poner a un Gobierno contra las cuerdas. A ver si sólo eso es conseguir poco.Pero uno piensa que, si los GAL se armaron, fue porque muchos gobernantes y demasiados gobernados de aquel momento -a lo más, antifranquistas, pero no demócratas- estábamos política y moralmente desarmados ante ETA. A estas alturas de la tragedia, es de esperar que se haya comprendido cómo el terrorismo de Estado es ya el triunfo del terrorismo contrario y que la menor disculpa del primero debe (y no sólo puede) ser apreciada como una disculpa del segundo. Ahí está el torpe coro del Euskal Herria askatu, sacando partido de este tráfico de, horrores, para probarlo.

Dígase, pues, que la brutalidad de los GAL no disminuye ni un ápice la condena por la brutalidad de -ETA. Una vileza no convierte a la otra en menos vil. Es verdad que el. Estado -sobre todo en el País Vasco- pierde así no sólo legitimación (lealtad de masas), sino también cierta legitimidad (derecho, fuerza moral) que costará Dios y ayuda reponer. Pero el Movimiento de Liberación. Nacional Vasco en su conjunto, aunque pueda cosechar, alguna adhesión en contrapartida, sigue contando Con la misma reserva de ligitimidad; es decir, nula.

Habrá que aceptar, sin embargo, que esa perversión de la violencia estatal otorga ciertos visos de licitud a la violencia te rrorista incluso fuera del círculo de sus apologetas. Algunos verán en tan despiadada terapia la prueba de lo verdadero y bien fundado del conflicto vasco. Más aún: por ese sentido de complicidad con el más débil, el malhechor de ETA quizá ya no lo parezca tanto desde el momento en que ha sido objeto de tan sañuda persecución y asesinato tan feroz. Habrá pacíficos abertzales para los que, lo mismo que los muertos de aquí valen más que los de allá, también los asesinos de casa resultan menos hirientes que los mercenarios venidos de fuera. En todo caso, difuminado el componente. legitimador de la fuerza del Estado y puestas así en pie de igualdad ambas violencias, mejor parada saldría tal vez a los ojos del ciudadano ingenuo la violencia más impotente (por ser particular) que la más poderosa (por ser, en principio, pública). Poco falta para que el Ku-Klux-GAL se presente nacido en respuesta al Ku-Klux-GAL, y el, hasta hoy mayor verdugo resplandezca como la víctima inocente...

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Y es que la desmoralización del Estado nos desmoraliza a todos. Por eso no vale decir, a la vista del destrozo, que esto ha sido sólo un mal paso del poder político. Incluso ciudadanos libres de toda sospecha reprueban sólo por chapucera una bestialidad que, según parece, aplaudirían de haber tenido una ejecución impecable... Pero dejemos este cálculo de la mera eficacia a los incapaces de sentimientos morales o de pautas legales. Los disidentes de ETA, las escasas voces críticas dentro de HB, ¿acaso han ido más allá de aquella regla al distanciarse de su propia violencia armada? Nuestra organización civil nos exige, en cambio, lo que aquella organización militar jamás permitirá de sus compinches: ser juzgada con arreglo a criterios democráticos.

Según estos criterios, aquella clase. de violencia estatal es, - sin, paliativos, mala. Que en un sentido lo sea menos que la etarra, porque al fin ésta ha provocado aquélla, no quita que en otro sea, incluso peor que la de ETA, precisamente por rebajarse a ser como la de ETA. Ese mismo Estado que no cede'a1 chantaje de discutir de igual a igual con ETA, la ha combatido durante años con métodos similares. El régimen político que descansa en el respeto a la dignidad de toda persona -que también el criminal conserva- ha confundido a unos seres humanos con alimañas. De poco sirve borrar la pena capital de los códigos penales si se la restaura en las alcantarillas, ni expulsar de la plantilla al verdugo mientras se contrata a esconldas a otros sayones. También el crédito del Estado puede quedar enterrado en cal viva.

Pero el caso es que, donde hoy está su proceso judicial y mañana su previsible condena, ahí está también la diferencia y el sentido de la violencia estatal. En sus propios requisitos (legalidad, publicidad, imparcialidad, salvaguarda de la dignidad), esta vez clamorosamente subvertidos, radica la primacía moral de la fuerza que se dispone por consentimiento de los más sobre la ejercida por encargo dé unos pocos. Esas mismas condiciones que la justifican, le marcan estrictos límites en su aplicación. De modo que nuestro Estado podría gloriarse con mayor motivo de haberse librado de sus bestiales servidores y limpiado a fondo sus guardias, que de haber acabado por estos medios con la pesadilla de ETA. ¿Aún no se ve la ventaja de la violencia del Estado, cuando es legítima, sobre la otra violencia, que no puede llegar a serlo?

Tan arraigada está la convicción del debido sometimiento del Estado al Derecho, que hasta el propio terrorista procurará siempre reprocharle -y en ocasiones como ésta, con evidente fundamento- el no atenerse al marco legal en su lucha contraterrorista. Aunque el criminal despoje de todo derecho a sus, víctimas, él mismo sigue siendo un sujeto de derechos que ese Estado al que combate debe respetar. Son libertades que posee y reclama como individuo, ciudadano, detenido, procesado, preso o reinserto... Cuando pues acusa airadamente a la autoridad de entrar en guerra sucia contra él, este terrorista -que por definición sólo conoce esta clase de guerra y aquí es, además, quien la inicia- viene a reconocer que el poder democrático está obligado por unos principios legales (al fin, morales) que para él mismo no rigen. En medio de su cinismo, confiesa sin quererlo la superioridad política y moral del Estado.

Ambos -GAL y ETA-, a la postre, han buscado ampararse en idéntico derecho a la legítima defensa. En un caso, de una su puesta seguridad nacional ame nazada por el terrorismo; en el otro, de las libertades de un pueblo presuntamente oprimido. Pero al menos el Estado debe saber (siempre que lo sepamos no sotros, sus ciudadanos) que en ningún caso se trata de un derecho, sino de una vergonzante coartada de los crímenes respectivos. Por eso, mientras ETA no teme invocarlo a las claras y jactarse de las bajas causadas al enemigo, un Gobierno que se sirve de métodos ilegales entraría en flagrante conflicto consigo mis mo si lo esgrimiera y debe ocultar a cadáveres y ejecutores en sus cloacas. Si los abertzales radica les festejan abiertamente las fechorías de su tropa, sólo los súbditos más salvajes celebrarán -y en privado- los desmanes emprendidos por sus guardianes.

Alegar desde el terror nacionalista algún derecho a la defensa, hoy y aquí, es una sangrienta desfachatez. Somos casi todos quienes, en calidad de ofendidos, ostentamos el justo título a defendernos de él. Pues bien, que el uso de ese derecho haya sido tantas veces -detenciones ilegales o torturas, tiros en la nuca o represalias carcelarias- un terrible abuso, nos obliga sin duda a prescindir de los responsables del atropello, pero no de aquel derecho. Si hay que juzgar y condenar cuanto antes a quienes perpetraron las atrocidades del GAL, no es para exculpar a ETA, sino para que -sin sombra de duda, con toda justicia- podamos seguir juzgando y condenando los crímenes de ETA.

Porque no estamos forzados a elegir entre dos terrores. Nos toca más bien escoger entre fines irracionales o razonables, procedimientos militares o civiles, voluntad de los más o de los menos, violencia ilegítima de ETA, violencia legítima del poder democrático. En suma, entre vivir en el reino del terror o en el de la ley.

Aurelio Arteta es profesor de Filosofía Política en la Universidad del País Vasco.

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