La transición
Cada vez que alguien califica de negativa la transición escucho decir en realidad que la guerra civil fue una positíva gozada. Y escucho decir, luego y también, que el franquismo -y su doble: el antifranquismo estuvo de perlas. De perlas, camaradas, que sale de camada. Lo único repugnante de la transición fue de dónde venía: de ese cemento armado, atravesado a lo último de flebitis, bilis y hemorragias. Lo que re pugna de la transición es que fuera consecuencia del fallo multiorgánico. Lo que repugna y duele de veras es que la transición revele sobre todo esto: el fracaso del antifranquismo, el que fueran a parar a semejante poso de nada tanto heroísmo personal, tanto esfuerzo intelectual, tantas horas y tantas novias perdidas. El antifranquismo no valió la pena. El antifranquismo sólo pudo entenderse desde la posesión moral: porque hubo muy pocos poseedores. El antifranquismo consistió en llegar al año 1975, a la prima vera de 1975, diciendo que el Borbón era hijo de su padre putativo. E inmediatamente después, cuando desde el otro lado los conspiradores, Cabanillas, Miranda y hasta el corresponsal de la televisión alemana, ese tan amigo del Rey, dieron la señal de salida, decir sí, bueno, ejem, al Borbón y a tantas otras cosas. Y menos mal que entonces los antifranquistas dejaron de hacer el héroe y le empezaron a encontrar gusto a la conspiración. Pero a la conspiración en serio: hasta la flebitis, Carrillo no podía ver siquiera a Díez Alegría, aunque fuera en el hermético Bucarest y mediando Ceausescu. De los otros no hablemos: ¡pobre izquierda de España!(Cada domingo, en La 2, sirven los frutos amargos del antifranquismo. Los han recolectado severamente Elías Andrés y Victoria Prego. La transición no fue más que una guerra perdida y 40 años de fracaso pertinaz. Duele, duele mucho).
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