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Tribuna:TRAVESÍAS
Tribuna
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El secreto de agosto

Antonio Muñoz Molina

El primer domingo de agosto a las nueve de la mañana el centro de Madrid era un gran lago de silencio, un ancho paisaje de ciudad desconocida y en calma, con perspectivas de lejanías sin coches y arboledas bajo las que caminaba si acaso algún raro solitario con el periódico bajo el brazo, con una disposición dominical de indolencia vigorizada por la brisa limpia, porque el aire, en vez de a gasolina quemada, olía a tilos y a flores de olmo. En agosto, en las mañanas de sábado y de domingo, la ciudad tiene una quietud de cuadro de Antonio López García, una belleza deshabitada que le hace pensar a uno en el enigma de los lugares que nadie ve, del interior de las casas que se quedan vacías. Pero eso sentimos a veces mirando una pintura o un paisaje, la intuición imposible de estar viendo algo que ocurre sin testigos.Recorrer a solas las encrucijadas usualmente populosas y devoradas por el tráfico y no cruzarse con nadie ni escuchar en varios minutos el ruido de ningún motor es una experiencia perfectamente accesible, pero al mismo tiempo de una singularidad que no siempre ofrecen los viajes más exóticos. Lo que más descorazona de los viajes es encontrar a cientos o miles de kilómetros de distancia los mismos horrores, de los que se pretendia huir: un atasco a la salida de una ciudad, la carretera hacia un aeropuerto con vallas publicitarias y edificios de cristal coronados por rótulos luminosos de multinacionales, y luego otro aeropuerto más o menos idéntico a aquel del que se salió y otra carretera con los mismos edificios y los mismos anuncios y otra ciudad destruida por la sinrazón universal de los fabricantes de coches y los especuladores.

La más desconocida de las ciudades resulta ser de pronto la misma ciudad en la que vive uno y la travesía más aventurada del verano es la que lleva a cruzar la calle un domingo de agosto por la mañána para comprar el periódico o simplemente para pasearse y mirar en torno suyo como esos turistas solitarios y un poco espectrales que miran la placa de una esquina y buscan sin éxito su posición en un plano siempre mal doblado, siempre sacudido de mala manera por el viento. Uno mismo, turista sedentario, explorador de la ciudad donde vive, se detiene a fijarse en lo que antes no veía, levanta los ojos para ver los balcones o la cornisa de un edificio junto al que ha pasado muchas veces con la cabeza baja, uncida de obligaciones y de horarios, y desea que estas primeras mañanas que le regala agosto no se acaben nunca, porque lo que encuentra en ellas es el secreto de una cierta perfección, de un disfrute contemplativo y perezoso de una ciudad ahora casi utópica, convertida en paisaje simultáneo de la arquitectura y de la naturaleza.

Antiguamente, antes de los trastornos de la contaminación y del efecto invernadero, los hombres del campo prestaban una atención particular al clima de los 12 primeros días de agosto, a los que llamaban cabañuelas, porque imaginaban que cada uno de ellos prefiguraba un mes del siguiente año agrícola. Esta mañana en la que yo escribo, por ejemplo, ha amanecido nublada y con un viento suave inusitadamente fresco: eso debería indicar que el mes futuro al que corresponde será lluvioso, yes posible que aún queden campesinos que al levantarse hayan encontrado en la tibieza y en la luz nublada un anuncio del final de la sequía. Para quienes hemos perdido aquellos haberes, la mañana fresca de agosto no es ya una profecía de lluvias futuras, sino una promesa instantáneamente cumplida, tal vez también una gustosa premonición o un recuerdo de septiembre, de los septiembres tibios y gradualmente otoñales que ya no existen.

Hay que viajar a estos días, a las cabañuelas de agosto, a esta ciudad serena que no ve nadie, y que sin embargo ahora resplandece como esos frescos italianos a los que se les lía limpiado una mugre de siglos. Limpia de ruido, de coches, de codicia y de prisa, en la mañana de agosto la ciudad gana anchuras y quietudes, horizontalidades de paseo y de calma, magnificencias perdidas, remansos de vecindario, de conversación y de pasos humanos. Son sólo unos días, desde luego, y unas pocas horas cada día, pero tal como está el mundo, se trata de un tesoro que no conviene despreciar, de una isla del tesoro para la que no hacen falta navegaciones arriesgadas ni planos cifrados" pero en la que no muchas personas se deciden a habitar.

Más allá de esta isla matinal, de esta ciudad inventada y vacía, el verano arde de catástrofes, de multitudes hacinadas en apartahoteles y braseadas en playas de detritus, de apocalípticos fines de semana en que los muertos en accidentes de carretera compiten en número con los muertos de la guerra eterna de Yugoslavia, esa en la que la Unión Europea y la OTAN están siempre enérgicamente a punto de intervenir. Julio fue todavía en Madrid un mes laboral y tórrido, con atascos sofocantes de metrópoli centroafricana o asiática: en septiembre habrán vuelto los coches, las obligaciones perentorias y los titulares alarmantes, pero no se habrá ido el calor; así que será de nuevo como encontrarse empantanados en un subdesarrollo tropical

Hay que refugiarse en agosto, en las mañanas frescas de las cabañuelas, en las tardes largas de silencio y de siesta, y hay que viajar, si acaso, como exotismo máximo, a las noches vecinales de las fiestas de barrio con entoldados de orquestas rítmico-melódicas, guirnaldas pobres de luces colgando entre los balcones donde veranea la gente en camiseta y ambigús con barras mojadas de cinc en las que sirven tintos de verano y raciones de anchoas y berenjenas en Vinagre. Se pasa uno la adolescencia y la parte más considerable de su juventud atribulado por las mitologías del nomadismo beatnik y de las ciudades extranjeras y acaba luego descubriendo que la pasión del viaje y el gusto de permanecer culminan simultáneamente en la mañana de un domingo de agosto, en un Madrid silencioso y habitable que se parece durante unas horas a la ciudad que fue o a la que pudo haber sido.

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