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Tribuna
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Cuando todo está dicho

Las bocas desatadas de los policías inculpados por su participación en acciones de los GAL y del que fuera secretario general de los socialistas vizcaínos no revelan más de lo que todo el mundo sospechaba, y un os pocos dijeron, desde que se produjeron los hechos: que los GAL no hubieran podido actuar sin fuertes conexiones con los aparatos del Estado y sin que miembros del Gobierno o de, sus cercanías los conocieran o toleraran. Pretender que ahora nos enteramos de todo lo que se escondía bajo esa criminal aventura sería hipocresía; indignamos hoy enfáticamente por lo que barruntábamos ayer no es más que una muestra de mala conciencia, incapaz de modificar ni un ápice la responsabilidad en el pasado.Pero de la misma manera que la sociedad vasca no saldrá del fondo de miseria moral en el que habitan muchos miles de sus ciudadanos hasta que no sea capaz de poner freno al terror de ETA, la sociedad española no puede seguir viviendo como si todavía le quedara algo sustancial por saber en relación con los GAL. Que el presidente del Gobierno tratara o no personalmente del asunto con Damborenea es, en este sentido, una cuestión menor. Su responsabilidad política, en éste como en otros casos, es obvia y se multiplica a medida que se desmoronan las tramas y los intereses en que algún día se confió irresponsablemente para que los implicados mantuvieran cerradas las bocas. Habrá tiempo de ocuparse del sentido de Estado de todos estos personajes, pero sea cual fuere el juicio que merezcan los móviles de estos inculpados para confesar lo que antes negaron, lo cierto es que todos los andamiajes se han derrumbado y el daño es irreparable.

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Y como no queda más trinchera donde guarecerse, se invoca la palabra, como si sólo ella pudiera enderezar el torcido rumbo de las cosas. Palabra por palabra, se dice, la de un terrorista confeso, guiado por no se sabe qué propósitos y apoyado en oscuras complicidades, no puede prevalecer sobre la de un presidente democráticamente elegido. Pero ése es precisamente el fondo del problema: que Felipe González ya pronunció las palabras máximas en enero y fueron de tal entidad que, una vez dichas, le condenan al silencio o a una ritual y vana repetición. No toleré, ni consentí, ni organicé los GAL, dijo González, y es lógico que no tenga nada más. que decir. Al pronunciar palabras tan solemnes, se ha quedado sin palabra, se ha condenado al silencio.

Porque, cuando todo está dicho y repetido, la palabra no importa. Diga ya lo que diga, González es un presidente amortizado y para crear efectos políticos, su palabra no vale más, ni menos, que la de Damborenea o la de cualquier otro de la criminal trama de los GAL. Sobre este asunto, como antes sobre Filesa y después sobre el Cesid, con sus tres negaciones, el presidente ha dicho todo lo que tenía que decir. El problema no es el silencio a que las negociaciones le condenan sino el ensordecedor eco que su silencio encuentra en su partido: la desmayada voz de Cipriá Ciscar cada vez que toma la palabra constituye la prueba inapelable de que el PSOE tampoco tiene nada que decir.

Y aquí sí es donde nos jugamos el futuro. El PSOE lleva ya demasiado tiempo sin nombrar las cosas por su nombre, sin llamar. al crimen, crimen, ni robo al robo, destrozando el lenguaje que le permitía entenderse con sus antiguos electores, que le seguirán volviendo la espalda mientras todo lo que tenga que decir se limite a la retórica de las tres negaciones y a la denuncia de la conspiración. Si el PSOE no encuentra una voz propia para encarar el triste desmoronamiento del proyecto socialdemócrata, el sistema político y tal vez la misma democracia sufrirá un daño duradero. De ahí la urgencia de que el partido socialista recupere la voz y rompa el círculo perverso en el que le ha encerrado una solidaridad entendida al modo de secta, repitiendo para consuelo interno palabras que nadie situado extramuros de la fortaleza pueda creer.

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