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Reportaje:

Anónimos madrileños

Esta plaza no existe en el callejero, es una plaza sin nombre y sin placa que preside un monumento sin leyenda alguna, rematado por un grupo de chisperos y manolas que van de fiesta, como se deduce por la guitarra que enarbola uno de ellos. En los cuatro ángulos del pedestal reposan cuatro bustos anónimos, cuatro señores enfadados a perpetuidad con el Ayuntamiento, con todos los Ayuntamientos que se olvidaron de ellos. Los cuatro caballeros enmarcan otros tanto relieves que muestran animadas escenas populares. Las gentes del barrio, de este rincón de Chamberí, la llaman plaza de los Chisperos por la animada tropa que corona el monumento, aunque en realidad debería llamarse plaza de los Saineteros, pues la obra escultórica de Coullaut Valera está dedicada a los padres del sainete madrileño, representados en los cuatro ceñudos bustos de don Ramón de la Cruz, don Ricardo de la Vega 5, los maestros Chueca y Barbieri, en cuyas obras están inspiradas las escenas festivas del pedestal.Situada en el cruce de Luchana con Fernando de Rojas y Trafalgar, sobre esta plaza, sin nombre pero con carácter, se abatieron en los últimos años del franquismo toda clase de cataclismos urbanísticos. Garantizada su impunidad por el anonimato de este parterre castizo y afrancesado (una vez más la paradoja madrileña) la piqueta derribó sin miramientos un pequeño e inquietante templo neogótico, la capilla del asilo de Jesús de San Martín, en la esquina de Garcilaso con Luchana, donde estaba enterrada su fundadora, la marquesa de Esquilache, una dama de título ilustrado e italianizante, enfrentada póstumamente con el monumento al más arraigado casticismo de capa larga y sombrero de tres picos. No por mucho tiempo, pues no hay eternidad que resista a las ventoleras urbanizantes y especulativas de los munícipes y sus cómplices. No era la capilla una obra de especiales méritos artísticos, pero estaba impregnada de un halo misterioso, un peculiar y brumoso halo de novela inevitablemente gótica que se prolongaba en un mínimo jardín, protegido por una verja de hierro.

Castizo el monumento, afrancesado el parterre, fantasmal y británica la capilla, la armonía imposible de la plaza se completaba con las moles de oscuro ladrillo de un edificio que albergaba no sé qué fábricas o despachos de una importante compañía eléctrica. Edificio también con alguna traza de neogótico industrial, aunque esta vez germanizante. Templo y fábrica fueron demolidos en una ola de irreverente y sospechosa modernidad que convirtió este recuadro innominado de la urbe en sede de numerosos bancos y entidades de crédito. Donde se hallaba la iglesia hacen hoy su colecta una caja de ahorros y un bingo. El industrioso Mercurio y la caprichosa Fortuna reciben culto en un edificio mostrenco y sin alma. La única perspectiva honrada de la plaza se percibe mirando hacia la cercana plaza de Chamberí desde la confluencia de Fernando de Rojas con Luchana. Desde allí, la visión casi no ha cambiado, las casas que prolongan la calle de Manuel Silvela conservan su empaque pequeño burgués de principios de siglo. Pero, ¡ay!, los vecinos y paseantes de la plaza han sido los primeros en percibir un cambio importante en el decorado, la desaparición de un mosaico de, azulejos pintados que servía como reclamo y alegraba con sus vivos colores el entorno sombreado de la plaza. La muestra, que publicitaba un comercio de frutas, huevos y verduras, ha desaparecido con la tienda, sustituida por un establecimiento, más moderno y de futuro, dedicado a la venta de cachivaches electrónicos y telefónicos.

El anonimato de la plaza tiene sus ventajas, o así parecen proclamarlo los anónimos vagabundos que han tomado como playa terminal uno de sus ángulos, enarenado como presunto escenario de juegos infantiles. Cada banco sirve de domicilio exclusivo a uno de estos inquilinos, desahuciados de sus patrias o de sus hogares, exiliados en este punto de fuga de la geografía urbana. A media tarde, uno de los acampados lava los que deben ser, a juzgar por la desnudez de sus piernas, sus últimos pantalones, mientras alguno de sus compañeros echa miradas de preocupación al cielo que amenaza tormenta. Otro, ajeno a cualquier premonición meteorológica, liba con filosóficos sorbos de un cartón de vino de mesa, inmune también a las miradas, entre desaprobadoras y temerosas, de una provecta dama que reúne todas sus fuerzas tirando de la correa para apartar a su perro, criatura no menos provecta y renqueante, de la proximidad de los usurpadores.

Al llamar la atención sobre los recovecos de esta plaza desplazada de los callejeros, tiembla el cronista pensando en los hipotéticos efectos que pudiera tener su crónica, pues, escarmentado de anteriores remodelaciones y reconversiones fraudulentas, teme que una vez más sea el remedio más nocivo que la enfermedad. Que venga un sucesor de Matanzo, que quitaba los bancos de las plazas como solución salomónica para que no se sentasen en ellos los toxicómanos, ni tampoco las mamás con niño, o los jubilados, que quizás en alguna ocasión habían protestado de la ocupación de sus asientos por parte de los drogadictos. Que no la toquen más. En todo caso, no estaría de más que un alma piadosa colocara una placa discreta con los nombres de los cuatro colosos del sainete que aguantan el pedestal, y el de su artífice, el escultor Coullaut Valera.

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