Arriba y abajo
Nuestra ciudad crece en todos los sentidos, incluso hacía dentro. Superficialmente, por descontado, devorando inermes municipios y rebasando Manzanares y Jaramas, con lo que se codea y recodea con París, sin ir más lejos. Esto conforma el bosque desencantado de -cemento vertical -los nuevos barrios- y un sistema venoso de calles, viaductos y avenidas. Cambia con tal rapidez que tememos, tras una ausencia, no acertar con la senda del regreso.También aumentan las viejas estructuras, para arriba y hacia abajo, en un trasvase invasor de las zonas ornamentales, de desecho o de uno distinto. En Madrid han desaparecido, prácticamente, las azoteas, las buhardillas y los cuartos trasteros de los sótanos. Cuando no había polución y el aire del Guadarrama ventilaba el paisaje urbano, la ropa se tendía y secaba en los terrados, como dicen los catalanes. Cada vecino tuvo su parcela, entre las cuerdas, donde colgaban las sábanas y las níveas intimidades: la ropa blanca, que la sucia no subía, se lavaba en casa.
Los electrodomésticos -parece el nombre de una tribu enemiga- han proscrito el alegre lavadero y los patios ya no son ágora del chisme, ni resonancia del canto de las chicas que tienen que servir; sigue siendo un misterio por qué estaban contentas, lo que lleva, a especular con las condiciones de vida en sus pueblos de origen.
En los bajos y sótanos estuvo siempre la vivienda del portero, o la portera -importante matiz para definir la clase social y los recursos- de los moradores. Nada de "Madame la concierge; cordon, s'il vous plaît"-, junto al lugar donde se hacía la colada comunal y los cuartuchos que, con los desvanes, fueron el destino del baúl y los arcones -panteón, entre membrillos secos- de las faldas que usaba nuestra abuelita, la pobre.
Ese espacio interior lo ocupan comercios subterráneos, despachos de bebidas nocturnas, almonedas, comercios, sex-shops discretos, a los que se llega descendiendo escalones. La gente ya, no conserva los familiares valetudinarios ni los trastos viejos; paga para que se los lleven. Los trastos, el trapero, que ya no grita su pregón airado; quizá se anuncia en las páginas amarillas.
El cimiento de las casas, pues, ya está habitado, utilizado para actividades transitivas. Es la forma de medrar hacia los adentros, con júbilos de las alcabalas municipales y de los caseros rentistas. En el sotabanco, ya no vive la viuda, con la inevitable huérfana, a la espera del desahucio infame e implacable del usurero que, por lo leído y escuchado, ocurría cada dos por tres.
Las buhardillas resultan hoy lugar apetitoso para los jóvenes, los artistas y la gente solitaria, a condición de que puedan pagar la renta o el traspaso, que están -como cabría esperar- por las nubes. Desde hace un tiempo son piedra de toque para animosos decoradores, creadores de viviendas deliciosas, de tejas abajo.
Aunque ordenanza! mentecatas lo prohíban, quedan ya pocas terrazas privadas, que nula razón de ser tienen en la urbe de extremados rigores, que van del gris que corta el cutis a los 40 grados a la sombra, con el poso ceniciento que producen las distintas combustiones. Los contribuyentes, con buen criterio, cierran esos espacios inútiles y los ganan para la convivencia, entre pretensados y vidrios con cámara aislante. Por ahí, también, se estira la ciudad.
Hay que convenir que caminamos entre cierta belleza y equilibrio. Lozaneados los edificios, parecen como nuevos, en esa mezcla del granito gris y el ladrillo descubierto, que le da sello y personalidad a la Corte, lo que han estado a punto de prostituir algunos desaprensivos arquitectos, mal llegados a la armonía del cristal con el acero. Porque una ciudad ha de tener y conservar un look específico. En Roma, los tonos van del rosado al amarillento, como se ve en los pueblos mallorquines y ampurdaneses. Hasta Las Vegas, una calle al parecer, flanqueada de garitos, se identifica con el estallido rutilante del neón, anunciando a Frank Sinatra, por los siglos de los siglos.
Progresa Madrid, por oriente y hacia donde él sol se pone, de norte a sur, de abajo arriba. Que sea para bien, porque, la verdad, no sé adónde vamos a parar.
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