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Un país dividido

Las secuelas del atentado de Oklahoma y el 300 aniversario de la guerra de Vietnam reflejan de diversas formas, todas amargas, un país dividido. Millones de estadounidenses, muchos de ellos estudiantes, protestaron violentamente contra la guerra de Vietnam, la única que EE UU ha perdido en su historia. Nadie salió indemne de ese desastre que duró 10 años. Los manifestantes se sintieron equivocadamente deslegitimados y los soldados que volvían se consideraban eliminados de la historia norteamericana: sólo la II Guerra Mundial y los viñedos de Normandía han conservado su heroísmo mítico en la mente estadounidense. Soldado de Fortuna, una nueva revista partidaria de las armas de asalto y de las milicias privadas, conectó con las preocupaciones de este nuevo grupo de veteranos blancos que cuando volvieron a un duro mercado laboral en él que estaban avanzando las mujeres y las minorías étnicas sintieron que Estados Unidos les había despojado de un derecho natural.La publicación, esta primavera, tras 30 años de silencio, de las memorias mea culpa de Robert S. MacNamara, Retrospectiva: tragedia y lecciones de Vietnam, pareció a muchos muy poco y demasiado tarde. MacNamara, brillante secretario de Estado de Kennedy y Johnson, se rodeó de "los mejores y más brillantes" intelectuales de la lvy League. La pregunta que no termina de contestar es cómo esta élite intelectual relativamente liberal consiguió no darse cuenta durante 10 años de la insensatez de la guerra de Vietnam.

Estos fantasmas sin resolver de nuestro pasado de guerra fría siguen dominando nuestra forma de afrontar el atentado de Oklahoma. El director del FBI, Louis J. Freeh, tuvo que asegurar al Congreso que el FBI no utilizarla sus nuevos métodos antiterroristas para acosar a los grupos de estudiantes. "Estos días tenemos ya más de lo que podemos manejar con los grupos que tienen ejércitos privados, ' no necesitamos ir buscando más problemas. La ultraderecha paramilitar en rápido crecimiento constituye un verdadero y grave peligro para Estados Unidos". El FBI calcula que las milicias cuentan con unos 20.000 miembros. La idea de que Estados Unidos tenga una ultraderecha peligrosa sigue siendo un concepto demasiado nuevo para el país. Aunque los líderes de estos grupos de patriotas afirman contar con 10 millones de miembros que constituyen un movimiento político auténtico, estas cifras representan más exactamente la audiencia potencial combinada de las tertulias extremistas, Internet, Soldado de Fortuna y la propaganda de la National Rifle Association. Los estadounidenses tienden a considerar invasora toda vulneración de sus hábitos. El presidente Clinton ha tenido que señalar casi mansamente que en otros países la gente no tiene ejércitos privados ni puede comprar y vender legalmente armas en un camión; y que "matar a la gente está en contra de la ley". Como dijo un senador: "Nunca se tuvo la intención de que la Constitución fuera un pacto de suicidio masivo".

MacNamara parecía estar al borde de las lágrimas en sus entrevistas en televisión, al hacerse responsable del desastre de Vietnam. Mientras veo cómo le entrevistan, vuelvo a 1968. Estoy en Washington tomando una copa en el hotel Hay-Adams con un amigo, uno del equipo de los "mejores y más brillantes", la persona que había sido el segundo de MacNamara en el Departamento de Estado. Desde la ventana del hotel mira la Casa Blanca, su antiguo hábitat en los días de Kennedy. Lanza unos cuantos tiros al azar contra su compañero de Harvard, Norman Mailer (también compañero de mi marido), por ser anti demasiado llamativamente. Irritada, salto: "Mientras tú estabas pulsando los botones de guerra de MacNamara en el Pentágono, Norman al menos estaba escribiendo Ejércitos de la noche sobre el Pentágono".

Replicó con monumental y fría brevedad: "Metimos la pata". MacNamara dice en sus memorias que el miasma de la guerra fría hizo que el Departamento de Estado no distinguiera entre las luchas internas por el carácter de nación y la agresión comunista. Actitudes que tendrían que haberse afrontado diplomáticamente, sólo se afrontaron militarmente. Al estar tan próxima en el tiempo a la era McCarthy, la Administración de Kennedy se vio más aislada internacionalmente de lo que su fresco encanto indicaba. Las manos de porcelana del Departamento de Estado desaparecieron durante el periodo MacCarthy; ni Kennedy ni Johnson tuvieron asesores que comprendieran el Extremo Oriente. También había una miniguerra fría entre el Departamento de Estado y De Gaulle, de ahí que las lecciones de la derrota francesa en Dien Pen Phu no fueran jamás asimiladas. Kennedy no estaba bromeando cuando dijo en París en el transcurso de una cena de Estado que le ofreció De Gaulle que él era el hombre que trajo a Jacqueline Kennedy a Francia: la Jackie francohablante era su único lazo con Francia.

El compañero de Harvard de Mailer y de mi marido no estaban básicamente enfrentados ideológicamente. En el mismo grupo que pulsó el botón de la guerra en el Pentágono había hombres que firmaron todas mis protestas anti-Franco que terminaban en el Times, etcétera; estaban ansiosos por una puesta al día sobre España más reciente que Por quién doblan las campanas. Otra imagen surge en mi cabeza, la mía mirando al hombre de Kennedy-MacNamara con el que había estado discutiendo mientras sube al avión privado de la gran corporación que entonces representaba. Mientras subía la pequeña escalera del avión me pareció tan fuera de lugar, un sesudo intelectual de Harvard que había deseado cambiar el mundo y que se congeló en el camino debido al mareante poder del Pentágono y al atractivo de los aviones privados. Lo que MacNamara no termina de decir es que la necesidad machista y edípica de los cuadros de Kennedy y Johnson de superar a los gigantes de la era de Roosevelt en la II Guerra Mundial les hizo meterse trastabillando en una aventura bélica que estaban decididos a ganar. Sorprendentemente, al comienzo de la guerra de Vietnam, EE UU no estaba dividido. Pero dado que el país estuvo al borde de una guerra civil, tenemos ahora que asegurarnos de que el apogeo de los trigales del suroeste en un país con nuevas y peligrosas divisiones ideológicas no lleve de grado o por fuerza a un nuevo desastre.

Barbara Probst Solomon es escritora y periodista estadounidense.

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