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Una gata se viste de paloma

Millones de niños de dos posguerras, una mundial y otra española, crecieron enganchados, y hay quienes en ello siguen, de los pezones -siempre ocultos y siempre cuidadosamente situados al borde de saltar y asomarse fuera de las dunas del escote- de la muchacha suave y hospitalaria por excelencia del cine de los años cuarenta.Los enormes ojos de Lana Turner, tan claros que parecían translúcidos, y su lisa melena rubia de adolescente eterna metida en fregados melodramáticos con frecuencia escabrosos, hicieron de ella un explosivo punto de cruce entre la virgen y la puta. Poseía el inquietante aspecto de una niña candorosa y sin trastienda metida en el cuerpo de una adulta cabalgada y con esquinas perversas. Fundió por ello en un solo gesto los dos modelos antitéticos del glamour de su tiempo: el de la vegetariana acariciadora y el de la caníbal, comehombres, el de la paloma y el de la vámpira, el de Lillian Gish y el de Jean Harlow: una gatuna novia casta que promete abrirse en amante golfa.

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No hace falta añadir que con esta navaja Lana Turner cortó la respiración a medio mundo, el masculino, de su tiempo; y que de ahí proceden el fluido de imán y la misteriosa fascinación universal que su belleza irradió durante al menos una década: entre 1942, año de la excelente Dr Jekyll y Mr Hyde, dirigida por Víctor Fleming, que le permitío salir airosa de un difícil cotejo con Ingrid Bergman y le abrió la puerta del estrellato que buscaba desde 1939 con These glamour girls; y 1952, año del inolvidable ejercicio de barroquismo de Cautivos del mal, dirigida por Vincente Minnelli, donde inició forzada por la edad una etapa de mujer madura que le obligó a dar la vuelta a su ambivalente leyenda inicial y a buscar un nuevo y menos equívoco gancho: el sentimental, que culminó, dirigida en 1959 por Douglas Sirk, en aquella gran Imitación a la vida que, aunque su carrera se prolongó diez años más, fue su canto del cisne.

En la plenitud, su belleza se hizo deslumbradora y tan rotunda que parecía situada más allá de las arbitrariedades del gusto y hecha a la medida de todos los contempladores de sueños. De ahí procede la paradoja de que, sin nunca convertirse en una buena actriz, Lana Turner convenciese casi siempre o, en el peor de los casos, se hiciese perdonar por decreto la escasez de sus registros. Le bastaba ponerse frente a una cámara y estar en la pantalla, no sólo parla existir en ella sino para adueñarse de ella, hasta el punto de que en Quiero a este hombre, dirigida en 1941 por Jack Conway, y siendo una novata, dio un tú a tú al macho monarca Clark Gable que dejó a este tan asombrado como un par de años antes le dejó perplejo la réplica a que le sometió Vivien Leigh en Lo que el viento se llevó, con la diferencia de que ésta era una actriz con gran equipaje técnico, mientras Lana Turner no tenía ni idea de actuar e incluso no sabía bien por entonces conducir la fuerza de arrastre de su presencia.

La mayor parte de su obra de juventud estuvo orientada a prolongar el mito de la novia de América, que inauguró Mary Pickford. Pero en su filmografía hay -entre otros de esta especie- dos personajes en los que Lana Túrner abandonó pegado en el espejo del camerino el aroma de la pureza y dejó que la turbulencia se apoderase de su imagen: la refinadísima composición expresionista que en 1946 Tay Garnett le proporcionó en El cartero siempre llama dos veces, donde la paloma, siempre vestida de blanco, saca garras de pájara negra carroñera y degüella a John Garfield; y la tremenda furcia o la diabla humana Milady de Winter que compuso, en clave musical pero sin música, dirigida en 1948 por George Sydney, en Los tres mosqueteros.

Bastan -son tal vez los mejores, pero no los únicos- los títulos nombrados para desvelar que Lana Turner fue algo más que una fuente inagotable de lo que llaman glamour; y que ese algo más le permitía -por un rasgo o una peculiaridad casi irreal de su belleza y su capacidad para embaucar al espectador sirviéndose de ella- afrontar trabajos de composición para los que no estaba sobre el papel dotada, pero que pese a ello sacaba a flote y con ellos convencía e incluso asombraba a veces.

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