Conjuras, conjuros
Los debates sobre la naturaleza del franquismo tienen algo más que un interés académico. Si lo que fue el régimen y lo ocurrido después son cosas difícilmente comprensibles de creer que era un fascismo en sentido estricto, la calificación más usual de sistema autoritario tampoco resulta satisfactoria. Por contrastar los rasgos que le asignara Linz, ni existía un límite previsible a su actuación represiva (ahí están los fusilamientos de septiembre de 1975 para desmentirlo), ni carecía de ideología propia, por rupestre que ésta fuera, ni existía un sucedáneo de sistema político pluralista bajo el poder del general, como prueba el hecho de que el franquismo, a diferencia de otros regímenes autoritarios como el egipcio o el mexicano, fue incapaz de asegurar el relevo del líder, y los sectores más dinámicos de su clase política tuvieron que jugarse la supervivencia en el salto al vacío de unas elecciones democráticas.Tampoco cabe olvidar otros rasgos que en el franquismo, dictadura personal, de signo arcaizante y apoyatura militar, le acercaban a los regímenes fascistas. Si el ejército era el polo reaccionario, antidemocrático, su capacidad de respuesta a la transición se veía obstaculizada por la propia estructura que Franco había creado para impedir que surgiera una cabeza del aparato militar que no fuera la suya. La acefalia constituyó una de las principales debilidades del golpe del 23-F, el principio del fin de la amenaza militar. Pero quedaban otros componentes del régimen de sesgo inequívocamente fascista: los aparatos de represión. Sectores de la policía y de la Guardia Civil, acostumbrados a actuar sirviéndose de una violación permanente de los derechos individuales. Y desde que Carrero Blanco se da cuenta de que los medios de control tradicionales son insuficientes, conforme nos cuenta el coronel San Martín en su libro Servicio especial, un servicio de información (Seced), antecedente del actual Cesid, con un confuso papel en el 23-F (determinante por lo que toca a San Martín, ya fuera de escena) y con unos modos de actuación, ahora redescubiertos, que siguen tan alejados de las pautas de un Estado de derecho como los usos de departamentos claves del Ministerio del Interior. La filtración de las cintas y las conexiones del responsable son sin duda datos de interés, materia suficiente para la reflexión política y para la actuación judicial siempre con el toque esperpérifico que tales historias revisten entre nosotros. Como sucediera en la aventura de los GAL o en el propio desarrollo del 23-F, por no hablar del capitán Khan, la violación de las reglas democráticas se une a niveles sorprendentes de torpeza. No obstante, ni la filtración, ni la torpeza, ni la explicación -digna de La Codorniz- de que son grabaciones hechas al azar pueden reducir el episodio central a mera anécdota. Una cosa es la reserva propia de un servicio de información y otra las mentiras de sus responsables en interrogatorios de comisiones parlamentarias y, sobre todo, una actuación de vigilancia que tiene un claro sesgo partidario y que no respeta ni a la más alta magistratura del Estado. La explicación de García Vargas, de que las cintas han sido destruidas y que luego reaparecen fraudulentamente tras esa destrucción, constituyó una pura y simple ofensa al sentido común de su destinatario, el pueblo español. Otro tanto cabe decir de la pretensión de que no se haga juicio alguno sobre lo sucedido -salvo a costa de la filtracíón, donde la famosa presunción de inocencia desaparece- hasta que los jueces se pronuncien. Las cosas están demasiado claras y sin duda esta historia del Cesid contribuye a atar cabos hasta ahora sueltos para entender el funcionamiento de los Gobiemos de Felipe González. Incluso con el nuevo happy end que se pretende imponer, a costa de un chivo expiatorio y de la teoría de la conjura, mientras para el Gobierno todo sigue igual.
La violación de las reglas del Estado de derecho y la introducción creciente de elementos de corrupción, desde el primer Gobierno de Felipe González, sólo puede entenderse teniendo en cuenta la finalidad que muy pronto preside sus actuaciones: ir más allá de los plazos que fijan el relevo habitual en los regímenes democráticos y conseguir una autoperpetuación, adoptada en cierto modo del pasado franquista. "Somos herederos de nosotros mismos", rezaba un texto interno del PSOE, ya en 1985. Para esa consolidación conservadora fue preciso tragarse literalmente los sapos antidemocráticos del Ministerio del Interior, con los que se -y subrayo la indefinición del sujeto- montó la estrategia terrorista de los GAL que hubiera debido tener como fruto la destrucción de ETA. El maquiavelismo ramplón, en el sentido de que los fines justifican cualquier medio, se aplicó en este terreno a la concesión de patentes de corso, favorecedoras de enriquecimientos delictivos a gran escala, aprovechando posiblemente viejas fórmulas de corrupción cuyo rendimiento los recursos públicos en ascenso permitieron multiplicar. Una corrupción que, bajo otras fórmulas, alcanzó a otros sectores de la gestión pública, unas veces respetando la ley y jugando sólo con la información y la influencia privilegiadas, otras saltándose las normas en asignaciones y concursos con la tranquilidad de que hay un superior que proporciona la cobertura. El principio de otorgar prioridad a la lealtad respecto del poder vigente, por encima de la justicia y de la libertad de criterio, no fue sólo una regla de uso interno en el PSOE, sino de su gestión pública.
Servidores leales, muchos, eficaces, pero no pocos corruptos, fue el resultado de la estrategia del tándem González-Guerra. Faltaba para cerrar el círculo un conocimiento de las estrategias de otros agentes del sistema, y de los miembros inseguros, poco fiables, de la propia organización. No cabe pensar que las grabaciones para conocer esos datos fueran el producto del espíritu juguetón de unos esclavos y jefes de esclavos. La estrecha conexión entre los servicios de información y la vicepresidencia del Gobierno, establecida antes de que llegara Serra, era un instrumento político de primer orden. Sabiendo lo que otros hacen y piensan, conociendo quizá las infracciones que cometen, el juego se vuelve necesariamente desigual, y en beneficio del poder. El objetivo de mantenimiento se ve considerablemente favorecido. Si la tropelía es descubierta, como ahora ocurre, el delito se descarga sobre el mayordomo infiel que lo reveló. La denuncia de la conjura permite conjurar el riesgo de esclarecimiento.
No son datos aislados, sino una estrategia propia de aspirantes frustrados a una situación de partido único. Lo que está en juego no es, pues, nada secundario. De proseguir este numantinismo, la supervivencia de González en el poder tendría lugar a costa de un quebrantamiento irremediable de las instituciones, haciendo olvidar que los conspiradores han sacado a luz verdades indiscutibles. La solución más probable es, empero, otra: un desgaste imparable de su partido, la inutilización del esfuerzo de los buenos gestores que a pesar de todo siguen en el PSOE, y la victoria de una derecha menos atractiva aún ahora que en 1993. Ante un plazo posible de dos años para las próximas elecciones generales, es esta reflexión la que debiera imponerse, de no existir el puño de hierro con que González ahorma a su partido. Hay tiempo aún para un relevo radical, empezando por la figura del presidente, que rehiciera una imagen democrática del PSOE. Más manipulación, más escándalos descubiertos, más quejas contra el mensajero, no llevan a otra cosa que a contemplar a un Felipe González cerrado sobre sí mismo, encastillado, en espera de que Pujol deje de sostenerlo o de que le expulsen los electores. Mantenerse, ¿para qué?
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