La noche de Brassaï
Miraba en la exposición de Brassaï las fotos nocturnas del París de los años treinta y encontraba en ellas una familiaridad que no procedía del hecho obvio de haberlas visto reproducidas en libros. De Brassaï, como de Toulouse-Lautrec, queda sobre todo el recuerdo de sus imágenes de cabaret y prostíbulo, de bar canalla y gente sudorosa y ávida en un baile de barrio, pero esos lugares y personajes son en sus fotografías el contrapunto de otra nocturnidad, la de las calles desiertas a las que ni siquiera llega un sonido de música lejana, la de un muro muy largo junto al que no pasa nadie porque es el muro maléfico de una prisión, la nocturnidad de las estatuas heroicas que levantan sables en medio de la niebla y de las barcazas amarradas en los muelles del Sena, oscilando un poco sobre el agua negra y quieta, de un brillo oleoso a la luz de las farolas de un puente.Fue al ver la foto de una de esas barcas, o más bien al leer en la cartulina su nombre en francés, peniche, cuando me expliqué la familiaridad con que yo lo había estado mirando y reconociendo todo: lo que estaba viendo desde que entré en las salas de muros blancos y distancias del Reina Sofía no eran sólo las fotos maravillosas de Brassaï, con sus negruras brillantes de tinta y de charol y sus blancos lívidos de caras empolvadas y cuerpos desnudos de prostíbulo, sino también las novelas de Georges Simenon, las más antiguas, las primeras aventuras del comisario Maigret, que suceden exactamente en los mismos lugares de París y están pobladas por los mismos personajes, y en las que alguna vez, muy de noche, en lo más oscuro y silencioso de una noche de niebla húmeda que asciende del Sena, se enciende una luz en el interior de una peniche, se ven unos bultos de hombres que cargan con algo, se escucha el motor de un automóvil y el crujido de unos neumáticos sobre los adoquines húmedos, tal vez un disparo, el chapoteo de un objeto muy pesado al caer en el agua...
Por los mismos años en q ue el apátrida húngaro que se dio a sí mismo el raro nombre de Brassaï andaba con su cámara por el París de las postrimerías de la Tercera República, otro advenedizo, Georges Simenon, dedicaba todas las energías de su juventud al propósito desmesurado y balzaciano de hacerse rico a toda prisa con la literatura y de brillar deslumbradoramente en los salones de baile, en los prostíbulos y en los cafés, de seducir a más mujeres y escribir y vender más libros que nadie. A Brassaï le gustaba pasear después de medianoche por las orillas del Sena y de los misteriosos canales menores que son como callejones fluviales y en los que parece siempre que ha ocurrido o va a ocurrir una desgracia. Cuando empezó a ganar mucho dinero, una de las primeras cosas que hizo Georges Simenon (aparte de instalar en su casa un american bar con todo los adelantos de la coctelería moderna) fue comprarse una barcaza con la que remontaba el curso del Sena hasta alejarse más allá de los arrabales de París y viajaba por el laberinto de canales que llegan hasta Bélgica.
En la cubierta de su barcaza, sentado frente a una caja de fruta sobre la que había dispuesto su máquina de escribir, en una quietud densa y rumorosa de río nocturno, Georges Simenon inventó al comisario Jules Maigret, que a lo largo de varias décadas y de muchas novelas iba a moverse por París en una actitud tan contemplativa y tan interrogadora como la de Brassaï, observándolo todo, apasionándose desde una cierta distancia por el espectáculo minucioso de las vidas humanas y del desorden y el misterio de las grandes ciudades, con una capacidad de mirar y comprender que tiene algo de esa ternura objetiva de los mejores fotógrafos, de esa suprema cortesía con que el fotógrafo parece hacerse a un lado para dejarnos a solas con la presencia exacta de las cosas.
Lo que hace casi siempre el comisario Maigret es mirar y esperar. Mira y espera algo sentado en un velador, persigue caras entre el humo, se abstrae de las turbulencias de la música, de las copas y de las voces para elegir una sola figura, una sola historia posible entre todas las que se cruzan y se borran las unas a las otras frente a los espejos de un café. Cualquier cosa puede ser el cabo del hilo de un misterio, cualquier desconocido puede conducir a la revelación de una intriga y de un destino a condición de que se le observe con tenacidad y agudeza, de que se le siga sin que él lo sepa o se le tome una fotografía en un instante que parece trivial.
También la técnica de Brassaï era mirar y esperar. Contaba que para hacer sus fotos de lugares en sombras tenía que mantener la cámara en exposición mucho tiempo, y que medía la espera fumando cigarrillos, un hombre solo que permanece inmóvil y fuma a altas horas deja noche, una figura sombría que desde lejos sólo puede ser sospechosa. Qué hace ese hombre parado bajo la única ventana donde hay luz en toda la calle, por qué ronda las esquinas de las prostitutas, los túneles de los viaductos, los bailes recónditos de hombres con hombres y mujeres con mujeres, los soportales donde los mendigos se hacinan para dormir, los zaguanes oscuros donde brilla al fondo la luz turbia de una portería.
Imaginamos a Brassaï cruzándose una de aquellas noches con la figura sólida y lenta del comisario Maigret: no es imposible que en una fiesta de alcohol, cocaína y cigarrillos americanos, ritmada por los síncopes de una banda de jazz, los ojos francos y obsesivos de Brassaï, que tenían una fijeza tan fanática como los de Picasso, se encontraran con los ojos no menos codiciosos de Georges Simenon. En cualquier cosa descubría Maigret la clave cifrada de un crimen: la mirada y la cámara de Brassaï podían hacer que un arañazo en un muro o un billete viejo de metro recién hallado en un bolsillo se volvieran memorables. Pero la fotografía alcanza un grado de verdad en el retrato exacto del tiempo que sin duda es inaccesible para la literatura. No hay muchos libros en los que esa emoción de la cosas que le pedía al arte Antonio Machado pueda reconocerse con tan inmediata intensidad como en una foto en blanco y negro de Brassaï.
Babelia
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