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JORGE G. CASTAÑEDA ¿America Latina neoliberal?

Jorge G. Castañeda

Desde mediados del decenio pasado, la apertura comercial ha sido un verdadero dogma en América Latina. Con una convicción digna de devotos de la era colonial, los países de la region, uno tras otro, desmantelaron aranceles y barreras no arancelarias, expusieron a la competencia internacional a sus industrias y agricultura, y se lanzaron a la aventura del libre comercio con un frenesí que hubiera avergonzado al propio David Ricardo. Economías protegidas desde los años treinta abrieron sus puertos y caminos de par en par; las clases medias látinoamerianas, y las industrias de la region, revelaron un apetito insaciable de productos importados que, en efecto, en casi todos los casos, eran más baratos, y mejores que aquellos elaborados localmente.Esta llamada liberalización, aunada a los tipos de cambio en plena apreciación que rápidamente se implantaron a lo largo y ancho del continente, encerraba varias ventajas. En primer lugar, supuestamente fomentando la competitividad de industrias vetustas y de agriculturas improductivas. En segundo término, les brindaba a las clases medias el enorme gozo de poder consumir, en cantidades gargantuescas y a precios accesibles, gracias al tipo de cambio y a la ausencia de aranceles, todos los bienes y servicios imaginables. Y por último, contentaba a Estados Unidos: por fin en alguna parte del mundo la anquilosada economía norteamericana arrojaba superávit en su balanza comercial. De lo perdido, lo que apareciera: si no resultaba factible abrir mercados en Japón, China y Europa occidental, por lo menos había que lograrlo en las complacientes economías latinoamericanas, cuyas élites dirigentes lograron transformar los deseos externos en imperativos internos.

Hasta la crisis mexicana de diciembre pasado, todo era miel sobre hojuelas. Claro está: algunos indicadores sugerían motivos de preocupación o de desconcierto. La economía más cerrada -la brasileña- era a la vez la que mayor superávit comercial alcanzaba y la que compartía las tasas de crecimiento más elevadas con Chile. Por otro lado, los mejores alumnos de la clase -Argentina, México y Perú- veían agigantarse sus déficit en cuenta corriente y, por lo menos en el caso de México -que se repetiría después con la Argentina, y quizás ahora que fue reelecto Fujimori, en Perú también-, aceptaban resignadamente un enfriamiento de sus economías como única solución ante la creciente brecha externa. Pero no eran más que atisbos de alarma. La debacle mexicana y el subsiguiente efecto tequila fueron mucho más que eso.

Y hoy, quizá por primera vez desde hace 10 años, en lugar de bajar aranceles y favorecer las ventas norteamericanas, los latinoamericanos comienzan a subir sus aranceles, a proteger ciertos sectores de sus economías y a buscar tipos de cambio competitivos que provocarán el descontento de las clases medias y de los exportadores estadounidenses pero que, por lo menos, tendrán alguna consonancia con su interés nacional. Así como siempre, México marcó la pauta, aunque sin duda con excesos: la devaluación de diciembre de 1994 fue excesiva, mal manejada y trajo más problemas que soluciones. Pero cuando el nuevo Gobierno de Fernando Henrique Cardoso dejó flotar el sobrevaluado real brasileño, ya las cosas salieron mejor, aunque tampoco perfectas. La conversión del tradicional superávit comercial del Brasil en déficit durante los primeros meses del año había vuelto insostenible la situación vigente: la de valuación de un poco más del 10% tuvo por objetivo corregir ese desequilibrio. México y Brasil pudieron Permitirse el lujo de ajustar sus respectivas paridades porque ya habían pasado sus coyunturas electorales.

Pero buscar un tipo de cambio más realista, no es, ni mucho menos, el único síntoma de la creciente rectificación latinoamericana del modelo neoliberal. Tres otros acontecimientos merecen ser mencionados por su valor emblemático y por la importancia de los países donde se han producido. A principios de febrero, el flamante Gobierno brasileño revirtió la reducción abrupta e indiscriminada de aranceles del año pasado, aumentando el impuesto de importación a automóviles nuevos del 20% al. 32%, ciertamente cediendo así ante las exigencias proteccionistas de la industria automotriz de Sáo Paulo. Mientras son peras o son manzanas, la elevación de aranceles marca un hito: empiezan a subir en vez de bajar las barreras. En mayo, ante el rápido deterioro de la cuenta comercial, se elevaron de nuevo en otro rubro: 109 bienes de consumo, incluyendo artefactos electrónicos, vieron subir su arancel hasta el 70%. Al principios de abril, un portavoz del Gobierno de Cardoso sugirió la posibilidad de aumentar los impuestos de importaciones sobre 150 productos adicionales, si las anteriores alzas no resultaran suficientes para enderezar las cuentas con el exterior.

La Argentina, paraíso del neoliberalismo hasta hace muy pocos meses, ha seguido un camino semejante. En la cumbre celebrada en Iguazú a finales de febrero, los argentinos propusieron a sus vecinos brasileños un aumento generalizado de un 3% del arancel externo común del Mercosur. Una serie de medidas administrativas para restringir importaciones también se han ido poniendo en práctica en Argentina desde hace un tiempo, pero la petición de elevar conjuntamente el arancel externo del Mercosur marca un hito. Es cada vez mas evidente para los dirigentes de los países del sur del hemisferio que la experiencia mexicana encierra muchas lecciones; entre otras, los enormes peligros de abrir economías poco eficientes al tiempo que se sobrevalúa la moneda y no se exige reciprocidad por parte de los principales socios comerciales respectivos.

Hasta México empieza a comprender la moraleja de su propia desgracia. Desde principios de año, el Gobierno de Ernesto Zedillo invocó cláusulas de salvaguarda del GATT para subir. aranceles a diversos productos procedentes de países con los cuales México no tiene tratados comerciales bilaterales (lo cual excluye a Estados Unidos y Canadá, por supuesto, junto con Chile y Costa Rica, entre otros). Es cierto que sólo un volumen reducido de importaciones se verá afectado por estas medidas, ya que un altísimo porcentaje del comercio exterior mexicano -cercano al 80%- tiene lugar con EE UU. La decisión afecta a compras de producto chatarra en el Lejano Oriente: como burlonamente dijeron algunos cínicos, gracias a medidas tan timoratas sólo se reducirían las importaciones de juguetes chinos. Peor es nada, sobre todo para el país que hasta hace poco se jactaba de poseer "la economía más abierta del mundo". Así le fue.

Este conjunto de medidas -devaluación, elevación de aranceles, reincorporación de medidas administrativas- se tendrá que reflejar -en alguna medida ya es un hecho- en las cuentas externas del principal beneficiario de la insensata apertúra anterior: Estados Unidos. Las ventas norteamericanas a México se han desplomado, las compras brasileñas se moderaron ya en marzo y la balanza comercial de EE UU con América Latina entera, el único capítulo con superávit de dicha balanza, comienza a equilibrarse a favor de los países del sur del río Bravo.

Sería excesivo vincular esta tendencia con la devaluación brutal del dólar frente al yen y al marco alemán. Sin embargo, algunos defensores de un dólar competitivo en Estados Unidos esgrimen el argumento del fin del boom de las ventas estadounidenses en América Latina como una buena razón para intentar de nuevo la penetración en los mercados hasta ahora vedados. Era un sueño guajiro: pensar que nuestras economías podían resolverle sus problemas a la de Estados Unidos no tenía ni pies ni cabeza. Ya era hora de que nosotros, por lo menos, nos diéramos cuenta de ello.

Jorge G. Castañeda es profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional Autónoma de México.

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