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FERIA DE SAN ISIDRO

Vándalos con castoreño

Hernández / Mora, Litri, JesulínDos toros de Domingo Hernández (resto rechazados en el reconocimiento), con trapío, 3º manso, 4º flojo y manejable. Cuatro de Carmen Borrero, bien presentados, dieron juego.

Juan Mora: pinchazo, otro bajísimo y bajonazo descarado (pitos); bajonazo descarado (silencio). Litri: estocada, rueda de peones y tres descabellos (silencio); cinco pinchazos -aviso- y descabello (silencio). Jesulín de Ubrique: bajonazo -aviso- y dobla el toro (palmas y pitos); estocada baja (petición, ovación y saludos).

Plaza de Las Ventas, 24 de mayo. 12ª corrida de feria. Lleno.

Llegaron los vándalos y llevaban castoreño. Buena novedad es esa: vándalos tocados con castoreñito gracioso, su cucardilla floreándoles sobre el ala. Viéndolos, eran un amor de criaturas; tan enlindados, tan bizarros, tan bellos. De conocerlos, el mismísimo Alejandro el Magno habría palidecido de envidia. Luego entraron en acción...

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Entraron en acción fingiendo que iban a picar, y en realidad fue la marabunta. Entraron en acción, tendieron la vara, se la metieron a los toros con saña carnicera y empezaron a saltar chispas. No sólo chispas saltaban allí: sangre a borbotones manaba de las horribles rajaduras. La vandálica expedición de castigo ni aceptaba límites ni conocía piedad. Utilizando el gigantesco percherón enguatado de inexpugnable parapeto, aquel amor de criaturas transfigurado en avanzadilla del averno rodeaba al toro, lo acorralaba impidiéndole escapar y una vez lo tenía a su merced bajo la bota hierro, le clavaba la puya en el espinazo, allá penas si se la sacaba de cuajo.

De toda la vandálica acorazada de picar destacaron los que militaban a las órdenes de Litri. Uno de ellos, llamado Ambrosio, goza fama de ser picador clásico -en la feria de Sevilla le aplaudieron mucho, saludó con el castoreño-, quién sabe si por su veteranía o porque muestra la rareza entre los de su oficio de ser enjuto. Pero otra se trae en la intención, y sus lanzazos traseros arrasaron los lomos del tercer toro, dejándoselos en carne viva. Luis Saavedra picó al segundo toro de Litri y lo hizo socavándole el cuerpo en el curso de mil cariocas vertiginosas, con parecido resultado destructor.

Así picaron estos individuos, y todos en la tarde, y así se pica habitualemente desde unos años atrás, y ¿quiere creerse que no hubo en la plaza ni una sola protesta? Si alguna se oyó durante los tercios de varas fue porque el picador avanzaba el percherón hasta pisar la raya, lo cual no comporta ventaja alguna ni es delito. De donde sin pública censura y sin intervención sancionadora de la autoridad, la acorazada de picar puede seguir perpetrando sus tropelías con la impunidad más absoluta.

Los matadores tampoco les llaman la atención. Antes al contrario se supone que les dejan hacer, y aún querrían más -¡leña al mono!- para que el toro acabe moribundo y evitarse las dificultades que pueden presentar los toros enterizos al pasarlo de muleta.

Obviamente los toros llegaron al último tercio con las fuerzas justas, además sin bronquedades ni malos modos, lo cual pudo ser aprovechado por los diestros para hacerles el toreo, cada cual según su saber y entender. Y, sin embargo, no les hicieron el toreo. No les hicieron ningún toreo. Torear ya parece una utopía, una misión imposible. Pegar pases, pues sí; de aquella manera. Pero el toreo primero cruzado, luego reunido; el toreo trayéndose al toro embebido en la pañosa, cargarle después la suerte y vaciar donde es debido; el toreo de parar, templar y mandar, en fin, ni sé produjo, ni nadie lo intentó.

Juan Mora se limitaba a poner posturas, siempre fuera-cacho, siempre aliviando la embestida, incluso cuando abría exageradamente el compás. Litri se empleaba en una crispada refriega al estilo montaraz. Jesulín de Ubrique pegaba derechazos descargando la suerte y corriendo más que la jaca de la Algaba, dicho sea con perdón.

Al tercer toro, mansazo huidizo, Jesulín lo lidió al revés, ordenando a su picador que intentara agarrar el puyazo recorriendo el tercio entero en sentido contrario al que está mandado para la suerte de varas. Y a continuación hizo él lo propio dando la vuelta al ruedo mientras enjaretaba derechazos, sin allegar ni un solo recurso muletero para fijar al toro y encelarlo.

Al sexto no quiso que se lo picaran, pues en otro caso el vandálico individuo del castoreño se lo habría dejado muerto. El toro era una mona, evidentemente. Y como protestaba gran número de aficionados, con mayor vehemencia los del tendido 7, llevó el torito a su vera en clara manifestación de desafío y se puso a pegar derechazos -una tanda de naturales también-, sin gusto, ni temple y corriendo de un lado a otro. Cobró el espadazo, una multitud pidió la oreja con descomunal estruendo, otra decía que no, dengó la presidencia el trofeo y se armó buen guirigay.

La gran bronca por una oreja: ¡oh, qué capital cuestión! De la lidia, del toro y del toreo, en cambio, nadie decía nada. El arte de torear, al parecer, a la mayor parte de la plaza le traía al fresco.

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