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Silencio a los estrenos y ovaciones a los clásicos del cine

Los filmes africano y japonés se quedan a medio camino

Ayer, la pesada maquinaria de Cannes 95 comenzó a moverse con la precisión y agilidad de un reloj. La organización de este enorme tinglado es modélica, pero no así sus resultados en este balbuciente comienzo, más atractivo sobre el papel que sobre la pantalla. Las primeras películas fueron saludadas por un silencio que contrastó con las ovaciones que provocan los homenajes a los clásicos del cine, que son el subsuelo de este festival del centenario. Concursaron ayer un filme africano y otro japonés: ambos son pretenciosos, pues consiguen la mitad de lo que pretenden conseguir.

Tal como han comenzado las cosas en estos grandes almacenes del cine actual, la arqueología se está convirtiendo en profecía. Antes de cada película en concurso se proyectan cortometrajes que continen -agrupadas alrededor de algunos de los leit-motiv que reitera insistentemente la gran historia del cine- célebres secuencias de películas clásicas. De ahí que el comienzo de cada sesión arranque aplausos incluso de los mancos.A estas deliciosas antologías siguen las películas en concurso y con ellas llega el silencio y la sensación de asistir una vez más a lo ya visto y sabido. Es el principio del aburrimiento pasivo y del consiguiente crujido de las butacas que, en un goteo acelerado, se van quedando vacías hasta dejar enormes calvas en los patios de butacas de salas en las que dos horas antes no cabía un alfiler.

La deserción de espectadores es pan cotidiano en los festivales de los últimos años y constituye el más exacto termómetro para medir la temperatura del sobaco del cine: la fiebre, la pasión cinéfila, cada día más escasa en intensidad, por mucho que crezca en cantidad. Lo malo, en el caso del Festival de Cannes 95, es que la deserción no es sólo de anónimos espectadores atacados por el virus del bostezo, sino también de los grandes nombres de relumbrón, que se presumían más abundantes que otros años y es posible que sea al contrario.

Vanidades

Cuentan por aquí que al reactor que tenía apalabrado Jack Nicholson para sobrevolar, procedente de Los Ángeles, estas costas azules, se le han averiado repentinamente los motores, tras ser informado el archivanidoso actor de que no va a ser su célebre cara, sino el celebérrimo trasero de Sharon Stone, el epicentro del terremoto de la gala de clausura del certamen, el próximo día 29.

Pero los ataques de celos y de egolatría no los padecen sólo las livianas estrellas, sino también los sesudos artesanos del oficio de hacer películas. Y, en consecuencia, se anuncian también los posibles vacíos de Maurice Pialat, Jean-Paul Rappenau, Wim Wenders, Claude Sautet y Clint Eastwood, en inercias cabreadas por el hecho de haber sido invitados ellos pero no sus películas recién terminadas.

Parece que éstos y otros talentos no están dispuestos a hacer de simple bulto en el desfile de los guapos sin sacar tajada a cambio. Jean-Luc Godard, más ingenioso y retorcido, quiere escabullirse también, pero a su manera de esteta sofisticado, algo sinuoso y siempre aficionado al divertido vicio de la paradoja. Godard es de los que se apuntan a un bombardeo, para luego sacar la manga riega y fingir que apaga el incendio que él mismo ha provocado.

En efecto, se le encargó una película sobre el centenario del cine, la hizo y ahora se suelta la lengua y dice: "¿Qué necesidad hay de celebrar el cine? ¿Es que no es ya suficientemente célebre?". Como frase, hubiera sido brillante de haberla dicho antes de cobrar los millones que le han dado por el encargo. Pero, no.

Y aquí arriba, mientras la larguísima película japonesa Shakuro, de Masahiro Shinoda, y la kilométrica panafricana Waati, del malinés Suleiman Cissé -ambas políticamente premiables, pero estéticamente anodinas- anestesian al personal, sigue sin saberse si por fin viene o no viene a lucir su esplendorosa melena blanca Robert Mitchum, protagonista del temible western posmodemo con que nos amenaza Jim Jarmush.

Monstruo del cine

No es que el gran actor no quiera venir, cuentan por aquí en sus esquinas las víboras con ordenador amarillo portátil, sino que tal vez no pueda, pues el médico no da a su hígado, o a lo que queda de él, visado de salida de la cama donde este monstruo del cine reposa.

Tiempo al tiempo. Y siempre a la espera de que llegue el verdadero cine y estos trasiegos de chismes envenenados se queden en su sitio, que es el tintero, lleno de tinta rosa, de quienes carecen de pluma, que aquí son plaga.

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