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Un toro ejecutado en varas

Bayones / Ortega, Jesulín, VázquezCinco toros de Los Bayones (uno rechazado en reconocirniento),bien presentados, mansos y aborregados; 4º, apuntillado en varas. 2º de Gabriel Hernández, del mismo estilo.

Ortega Cano: estocada corta trasera atravesada y otra corta descaradamente baja (pitos); 4º fue apuntillado en varas. Jesulín de Ubrique: estocada honda baja (silencio); estocada trasera perpendicular baja (división). Javier Vázquez: estocada baja y rueda de peones (silencio); pinchazo -aviso-, otro pinchazo y estocada (aplausos).

Plaza de Las Ventas, 18 de mayo. 6ª corrida de feria. Lleno.

Nada más sentir el cuarto toro en el espinazo la mordedura de la puya, cayó fulminado. Y estiró la pata. O sea, que se murió. La autopsia dirá si se murió del susto -había doctores en el tendido que hablaban de infarto- o ejecutado por el puyazo carnicero que le metió el individuo del castoreño desde lo alto de la plaza acorazada, que lo descordó. Todo es posible y no deberían hacerse juicios sin prueba, que podrían atentar contra el derecho constitucional a la presunción de inocencia.

Pero la barbarie, que es habitual norma de procedimiento en este tercio maldito desde hace muchos años, se sustanció en ese puyazo siniestro y continuó en el siguiente toro, picado mediante la técnica cafre que consite en echarle el caballo encima, girarlo en torno, acorralar al inocente animal mientras el agresor cela su gesto sañudo bajo el ala del castoreñito hartero, apalancarle la vara en los lomos y dejárselos convertidos en pulpa. Fue al tercer envite cuando, nada más hincar la vara en el espinazo, el toro cayó redondo.

Cayó patas arriba, rodó como una pelota y el caballo llegó a pisarle, impelido por la inercia de su resabio. Pareció que se iba a repetir lo del toro anterior -Muerte súbita, cara de estupor en los lidiadores de a pie, de cemento en los de aúpa, cachetazo y a otro asunto- mas el toro se recuperó y siguió la lidia.

Que se recuperó es una forma de decir: deambuló moribundo por allá, aprovechó Jesulín de Ubrique para aplicarle una sarta de derechazos malos y lo remató de cruel bajonazo. La tarde iba tal cual se acaba de describir: la acorazada de picar empleando a fondo su fuerza destructiva, los diestros pegando pases a cual peor. Tampoco es que se tratara de una excepción: los taurinos han llevado a estos extremos de degradación la fiesta, con el beneplácito de la llamada autoridad competente, que ni es competente ni tiene autoridad alguna. Corridas calcadas a este escarnio cometido durante la isidrada son habituales en todas las plazas de Iberia y se premian con abundancia de trofeos.

Deben saberlo los aficionados que no viajan a las ferias famosas: la muñeca prodigiosa, la profesionalidad manifiesta, la finura y la elegancia, el arte inmarcesible, el poderío que según habrán oído exhiben las figuras en las grandes ferias (y no digamos las pequeñas), se producen toreando así y eso. Los derechazos y naturales que pegó Ortega Cano a su único toro, perdiendo pasos y aliviando hacia los espacios exteriores la aborregada embestida, habrían merecido orejas en cualquier parte. Los derechazos de Jesulín descargando la suerte y metiendo abusivamente el pico de esa muletaza ciclópea que se gasta, le habrían valido triunfos apoteósicos y encendidas peroratas acerca de su carisma y su personalidad irrepetible. La faena de Javier Vázquez, igual de ventajista, al tercero de la tarde, habría sido recompensada con una casquería de imprecisa cuantificación. Tarde adelante este torero corrigió un poco la técnica para acercarse a la autenticidad del toreo y le ligó al sexto dos tandas en redondo de aseadea factura, mas el inofensivo toro había entrado en fase agónica y el resto de la faena constituyó una repulsiva muestra de la tauromaquia macabra que ha empezado a ponerse de moda.

Al toro inválido le sucedó tiempo ha el toro moribundo y ya aparecen síntomas de vigencia del toro muerto. Los taurinos empezaron por cortarles los cuernos a los toros y están acabando por cortarle la vida. Frecuentemente el toro sale mortecino de los chiqueros, y si aún le queda resuello, lo aniquila la acorazada de picar, acorralándolo contra las tablas, destruyéndole el espinazo y hundiéndole la vara asesina hasta las entrañas. Los picadores han conseguido todas las garantías de seguridad y legitimar todos los atropellos: primero demarcando el ámbito de su actuación mediante el círculo ese que se ve en el ruedo; a continuación con el peto descomunal; después con el percherón; más tarde con la carioca y ahora convirtiendo en pura brutalidad el tercio fundamental de la lidia, con el beneplácito de ese equipo de farsantes e incompetentes que finjen ejercer la autoridad en el palco. La fiesta yace bajo la dura bota hierro de los picadores.

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