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ADIÓS A UNA LEYENDA

Lola se va, pero se queda

Conocí a Lola Flores, como todos los cubanos de entonces que ahora somos los mismos, cuando Lola ya era Lola y La Habana era La Habana todavía. Lola llegó a La Habana y con un golpe de cola a la bata de cola abolió la distancia entre ella en el escenario y el público. Que se hizo suyo. Muchos años más tarde, cuando fui su invitado a su programa, esa Habana existía nada más en dos recuerdos: en su mente y en la mía. Lola recordó conmigo los rincones más íntimos de una ciudad abierta y confiada. Recordamos, recordaba ella con absoluta precisión a los personajes populares que le resultaban peculiares porque su idiosincrasia era habanera y a la vez resueltamente gaditana. Fue Lola la que bautizó a La Habana como "Cádiz con negritos". Uno de estos idiosincráticos era una negrita, menuda y extraviada, que se hacía llamar la Marquesa y sólo respondía por este nombre. El otro era un extraordinario español porque hablaba con un acento de Madrid y hacía reír a Lola con su extraña colocación de las ces y las zetas, que tendían a confundirse en su lengua. Se hacía llamar, y había que llamarlo, después de una venia, el Caballero de París, sin saber que en París no sería ya caballero sino un clochard atarantado. Lola, en nuestra conversación en su programa, recordaba hasta el protocolo -del rey de España- con que cargaba el Caballero. El protocolo no era de pergamino sino un periódico viejo enrollado sin arte y en el cual el Caballero tenia cesiones y concesiones de un rey que, en 1952, sólo existía en la España de su mente.En la entrevista, Lola y yo coincidimos en una Habana recobrada por recordada y en profunda detestación de alguien con barbas actuales que estaban bien lejos de las benévolas barbas del Caballero. En un momento de la conversación, en el aire futuro de la grabación, me dijo. "¡Pobre Beny Moré!", del que había sido amiga y admiradora, como yo. "¡Al pobresito lo mató el Barbas!" Tuve que decirle que no, que lo había matado otro veneno, el alcohol. Beny Moré había muerto, malogrado, de cirrosis de hígado. Lola apostilló: "¡Eso es! De lo mismo".

Lola ya estaba enferma cuando continuó el programa por una canción, La Zarzamora, que fue su himno teatral en La Habana. Quiero creer que la canción fue nuestra conversación por otros medios. Pero aparte de su arte irrepetible hay que hablar de las múltiples repeticiones a que sometió su cuerpo cantando una y otra vez y repitiendo. Su arte, que parecía tan espontáneo y fácil, era producto de un perfeccionismo que ni los espectadores, ni yo mismo, podía imaginar.

El número, ante un cabaré simulado, requería que bajara unas escaleras llevando un mantón de Manila y usando tacones extra altos. Ella bajaba una y otra vez y, descontenta, añadía peso a la caída del mantón para lograr un efecto preciso que resultaba precioso en más de un sentido. Recordaba a las bailarinas del cine -Ginger Rogers, rubia; Cyd Charisse, morena- todas haciendo su parte de arte con la misma precisión conseguida gracias a innumerables ensayos. Pero si Ginger tenía a Fred Astaire, Lola era una solista consumada y nadie le exigía nada -excepto ella misma, la más exigente coreógrafa-.

Quedamos Miriam Gómez y yo, sus espectadores cubanos, deleitados con su arte y asombrados de un perfeccionismo que nunca imaginamos. Después de la grabación Lola nos invitó a almorzar con ella y mientras comíamos ella dirigía, coreografiaba y repetía las instrucciones más precisas a su familia y a uno de los muchos que la rodeaban de amor y de interés. Cuando nos despedíamos, Lola, absolutamente incansable, daba instrucciones, todavía, acerca de su programa en el que se desdoblaba en la más acuciosa, divertida, infatigable entrevistadora. Supimos, lo sabía ella, que estaba herida de muerte, pero eso era una cita futura que quedaba más allá del programa, de los programas, del baile y el cante que era su encanto.

Lola Flores es uno de esos raros fenómenos del arte popular que no pueden repetirse. Con Billie Holliday en el jazz y Olga Guillot en el bolero, ella es una manifestación única del momento en que el folclor se vuelve urbano. No pudo tener a Billie Holliday en su programa, por supuesto, pero por supuesto, tuvo a Olga Guillot, de la que me habló arrobas, arrobada. Las dos, en La Habana y en Madrid, se admiraban mutuamente. Desde afuera yo también me sumé a esa admiración. Lola Flores se va, pero también se queda.

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