El violín del novelista
Aunque eran maestros en el arte de la novela, Juan García Hortelano y Juan Benet decían aspirar a algo más, a ser reconocidos por otro público. La obsesión de Benet era levantar telón" y habiéndose iniciado como escritor en el teatro (su primera publicación, en 1953, fue Max, una pieza teatral, y aún antes, en sus días de estudiante, había escrito y representado los disparates cómicos con que cada mes de noviembre homenajeaba a Zorilla una Orden de Caballeros de Don Juan Tenorio, formada entre otros por Pepín Bello, Alfonso Buñuel, Chueca Goitia y Domingo Ortega) nunca el autor de Volverás a región logró ver en un escenario comercial ninguna de sus tres magníficas farsas de madurez, García Hortelano contaba a los amigos que sentía tanta devoción y respeto por la poesía que sólo se ponía a ella los domingos, y jugaba a sentirse celoso de las alturas sublimes de sus coetáneos los poetas. Un buen día les sorprendió a todos estudiándolos y seleccionándolos con una agudeza y buen criterio nada sorprendentes. Y ahora, cumplidos ya tres años de su muerte, se anuncia la aparición de una amplia antología de sus versos, que quizá haga reconsiderar la opinión de "poesía dominguera" que a los más sesudos les mereció la única colección poética publicada en vida del novelista. ¿Sonará tardíamente el violín de Hortelano?El próximo día 9 también se cumple, póstumamente, el sueño escénico de Benet, aunque -siguiendo la norma de negaciones españolas que acompañó la carrera de este escritor- no se cumple en su patria. Bobigny, uno de los grandes espacios de la vida teatral parisina, donde suelen mostrar sus espectáculos artistas como Bob Wilson o Peter Sellars, estrena en francés Agonia confutans, contando entre otros alicientes de calidad con la actuación de uno de los monstruos sagrados de la Comédie Française, Rolland Bertin. La paradoja auto-derogatoria, a la que tan proclive era Benet, vuelve a darse en esta representación de prestigio, que dejará oír por vez primera los hermosos parlamentos en una lengua distinta a aquella en la que fueron escritos , como sucedió en el primer estreno marginal ("off-off Broadway", decía el autor) de su obra Anastas, ofrecida en gallego en la salas de un colegio mayor.
La elocuencia burlesca con que los dos escritores se referían al cultivo clandestino de esos otros géneros poco apreciados en el conjunto de su obra no puede disimular el grave síntoma de ese desdén sufrido. Hace pocas semanas ha aparecido, incluida en el último tomo de la nueva edición de obra completa, la obra teatral de Luis Cernuda La familia interrumpida, un compuesto quizá no perfecto pero desde luego explosivo de sainete a lo Álvarez Quintero vuelto del revés con la crueldad irreverente del humour noir. De esta pieza singular, que nos ha llegado por mediación de Octavio Paz, depositario casi milagroso del manuscrito, poco o nada se ha dicho ahora, ni tampoco parece que nadie esté dispuesto a "levantar el telón" sobre un texto que cualquier otro país pondría y repondría no sólo por el nombre de su autor sino por su evidente calidad. Debe de ser, para los expertos y los profesionales del medio, "teatro de poeta", como existe, en nuestro desprecio, el "teatro de filósofos" (Unamuno, Zambrano) o el "teatro de novelistas" (Benet, pero también en su día, Galdós o Valle Inclán). El mismo Octavio Paz sabe de estos reduccionismos estériles: su deliciosa fantasía La hija de Rapaccini se ha estrenado, sí, en Suecia, nunca aquí, aun siendo ésa y sus otras adaptaciones para la escena parte mayor y complementaria de su obra poética.
Es ésta una carencia -o estrechez- muy propia de nuestra cultura, víctima frecuente de una fatal mezcla de soberbia en el juicio y cerrilismo en el entendimiento. Poco dados por naturaleza a reconocer en voz alta los méritos del otro, si un artista finalmente consigue una reputación, el beneficio del aplauso sólo se le concede por una obra, la del éxito innegable, y un registro, el consuetudinario. Un poeta que ensaye la novela sonará sospechosamente lírico, un ensayista que escriba comedia caerá en lo discursivo, y todo aquel escritor que no sea inveteradamente dramaturgo desconocerá a la fuerza las más elementales reglas de la carpintería teatral. ¿El virus del especialismo en la era de las disciplinas exclusivas? ¿La pérdida de la noción de escritura como ejercicio de descubrimiento ajeno al formato? ¿La pura ignorancia? Y esto sucede en un país cuyas máximas figuras literarias, Cervantes, Lope, Valle, escribieron de todo sin pararse a pensar si eran antes poetas que novelistas, dramaturgos que ensayistas. Eso sí: los tres sufrieron el menosprecio de alguna de sus facetas. El mal viene durando mil años.
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