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FERIA DE SEVILLA

Borregos podridos

JOAQUÍN VIDAL Si los juanpedros del día anterior estaban malitos, estos llamados toros de la corrida de ayer estaban podridos. Y además no parecían toros sino novillos. Y tenían alma borrega.

Borregos podridos. Es lo que exigen algunas de las figuras del actual escalafón, que fueron novilleros buenos, diestros de fuste, y en cuanto conocieron las mieles del triunfo y el tintineo cascabelero del vil metal, se han convertido en unos ventajistas vergonzantes, unos cursis insoportables, unos abusones descarados y unos toreros incompetentes. ¿Se entiende la sutileza?

Diecinueve toros tuvieron que reconocer los veterinarios para aprobar los seis titulares y los dos sobreros de la corrida. La verdad es que no se sabe cómo ni por qué aprobaron estos ocho, pues ninguno presentaba el trapío exigible en una plaza de primera, ninguno estaba sano, ninguno en sus cabales. A lo mejor la aprobación final fue fruto del contraste, la vista gorda y la constatación de la cruda realidad: la Maestranza no es una plaza de primera.

Guateles / Rincón, Ponce, Rivera

Tres toros de Los Guateles (los veterinarios rechazaron 10 por falta de trapío), anovillados, inválidos, borregos. Tres de Sánchez-Ybargüen, de escaso trapío e inválidos; 5º sobrero, sustituto de un inválido del mismo hierro, anovillado, pobrísimo de pitones, aborregado y adormilado, se tumbó en plena faena de muleta.César Rincón: bajonazo descarado (ovación y salida al tercio); estocada trasera atravesada (aplausos y sale al tercio). Enrique Ponce: pinchazo bajo, estocada y rueda de peones (silencio); dos pinchazos y se tumba el toro (algunas palmas). Rivera Ordóñez: pinchazo, otro hondo caído, rueda de peones y dos descabellos (ovación y salida al tercio); estocada (dos orejas). Plaza de la Maestranza, 26 de abril. 11ª Corrida de feria. Lleno.

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De los 11 toros rechazados, 10 pertenecían a la ganadería titular, Los Guateles, y los veterinarios los echaron para atrás por falta de trapío. Quiere decirse que el ganadero o sus representantes, los toreros o los suyos, la empresa en función de cómplice, estaban empeñados en que la corrida fuera una charlotada.

Saltaron a la arena los toros aprobados con el cinco pelado, y pudo apreciarse que eran impresentables. El público no dijo absolutamente nada, sin embargo. El público lo único que quería era aplaudir y decir olé (¡ole! en versión sevillana, que queda más propio y saleroso). El público de ayer en la Maestranza semejaba al de Valdemorillo hace quince años. Ahora ya no: el público de Valdemorillo es más serio y riguroso, y sabe lo que se pesca.

Cuando empezaron a trastabillar los toros, a gambetear, a bailar claqué, a marcarse un chotis, a dar airosos giros en pedicoj, a ensayar volteretas, a tumbarse cuan largos eran en cualquier lugar del redondel, ya fue distinto. Algunos aficionados protestaban, se oían voces aisaladas de ¡cojo!, de ¡óo!, y ¡vergüenza! ¡estafa! ¡oprobio!... Pero el resto de la plaza les hacía callar, pues le apetecía aplaudir y dar rienda suelta a sus incontenibles sentimientos triunfalistas.

Qué aplaudía, daba igual. Ya ejecutara César Rincón un derechazo recto o torcido, ya sacara para afuera Enrique Ponce la caera o la metiese para adentro, ya Rivera Ordóñez dibujara el redondo o un pitón le partiese por gala el engaño, embistiera el borrego o se parara a contemplar el panorama con la bucólica disposición propia de los de su especie, aplaudía. ¡Y cómo aplaudía! Ovaciones cerradas, ioles! estruendosos, igual que hicieran sus antepasados el día aquel de Pepe Luis con su quite del Centenario.

No toda la tarde estuvo aplaudiendo el público aplaudidor, naturalmente: había ocasiones en que ponerse a aplaudir habría producido bochorno. Todo tiene un límite. Un toro despanzurrado no es motivo de aplauso, evidentemente. El que hacía quinto braceaba de principios al estilo de la jaca de Peralta y si alguien creyó que le corría por las venas sangre flamenca, pronto advirtió su error: lo que le ocurría, en realidad, era que necesitaba apuntalarse con las patitas para aguantar la jumadera que llevaba encima. Un picador le crujió en los lomos alevoso puyazo, escapó de allí escocido, mugió "Más vale morir con honra que vivir con vilipendio" y se tumbó a dormirla.

El sobrero sustituto resultó ser compañero de farra del anterior y sólo se diferenciaban en el aspecto: zaino éste, colorao aquél (colorao de la borrachera que llevaba); con cuernos éste, sin ellos aquél (seguro que se los había dejado en prenda a algún siniestro tabernero). Enrique Ponte intentaba producir algún proyecto de pase cuando el sobrero beodo le pegó una voltereta, y perpetrada la insolencia se tumbó a dormirla también.

Ponce y Rincón -que lanceó muy bien de capa al borrego que abrió plaza- anduvieron deslucidos. Rivera Ordóñez, en cambio, irrumpió valeroso y retador, dio a su primero unos ayudados pletóricos de mando y armonía, al sexto le cuajó una faena alegre, arrolladora y sentida, con algunos muletazos de excelente factura, y provocó un auténtico delirio. El borrego estaba tan podrido como todos, pero qué podía importar eso al incontenible triunfalismo de la Maestranza. Mató de fulminante estoconazo, le dieron las dos orejas por aclamación y todos contentos. Dos orejas legitiman la tomadura de pelo, el fraude y la ignominia. O eso parece.

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