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La nata de los clásicos

Vicente Molina Foix

El sueño de la inmortalidad mantiene despierto al hombre desde el día en que descubre la pesadilla de la muerte. Las personas sencillas luchan sencillamente contra esa amenaza: fabrican hijos que, con sus mismos rasgos y caracteres, extienden una o dos generaciones el patrimonio de un parecido, fabrican comercios, empresas y dinastías a las que con orgullo, ponen su nombre, simplemente edifican un panteón en el camposanto donde las letras de metal dorado de sus apellidos compensan la inconstancia del polvo de sus huesos. Junto a ellos, iguales en la muerte pero un poco más altos en la consideración general, están los artistas: mientras esperan a la Posteridad, que es una dama insegura y tardona, escritores, músicos, pintores, disponen de un consuelo que a. los demás humanos se les niega: ser clásicos en vida. Un sueño corto pero practicable: puede verse con los propios ojos mientras sucede.Celebrábamos el otro día el primer centenario de Jünger, el primer centenario clásico que puede apagar con su aliento las velitas de la celebración. ¿Será literalmente inmortal? En España también hay, por suerte, gloriosos ancianos artistas a los que se les puede dar el tratamiento de la clasicidad, por mucho que algunos desarrollen en sus obras ciertas durezas de fósil. El sueño tiene, sin embargo, más dulce despertar si el honroso sucedáneo de la inmortalidad que es ser clásico en vida le llega al artista en la lozanía de su cabeza y sus piernas. Todo parece indicar que es el caso, entre nosotros, de Pere Gimferrer.

La predisposición al clasicismo de Gimferrer empezó en 1966; en ese año un jurado que tenía que discernir el premio nacional de poesía, entonces subtitulado "José Antonio Primo de Rivera", distinguió a un joven de 21 años desconocido salvo de los happy few. Era el primer premio nacional de una generación, la mía, que aún no existía; algunos futuros miembros de ella iban al colegio, otros empezábamos la carrera, y faltaban cuatro años para que Castellet, el hada promotora de la poesía, pusiera bajo su manto de estrellitas a los Nueve novísimos. En 1985, Gimferrer fue el primero de esa generación que llamamos ahora novísima en ser elegido para la Academia de la Lengua, antesala (aunque más en Francia que en España) de la inmortalidad. Hace pocos meses Gimferrer entró en otro olimpo reservado a los muertos o a los mayores, la colección de "Letras hispanas" de Cátedra, donde su libro Arde el mar, el premiado en 1966, se nos ofrece con el gran aparato de la edición crítica que, por citar los volúmenes anteriores al suyo, disfrutan José Martí, el conde de Villamedina, García Lorca o Benet. Los más nobelólogos, o nobelistas, señalan que Gimferrer podría ser un día no lejano el primer Nobel no ya de mi aún de buen ver generación sino de todo un país y una literatura, la catalana.

Baudelaire decía que la belleza no es un absoluto, sino el agregado que las pasiones particulares de cada época ponen -como una capa de nata moderna- sobre la superficie de la vasija donde se acumula, desde la antigüedad, el poso inmutable de lo bello. La impresión al leer ahora esta bien trabajada edición crítica que Jordi Gracia hace del que fue libroinsignia de mi generación, es, con todo, agridulce. Leído hoy, Arde el mar resulta tan cautivador y seminal como en su día; la proporción de versos memorables sigue alta, sorprendentes los avanzados gustos de su autor, y también el entramado de la fantasmagoría cinéfila y la palabra poética mantiene intacto su poder de construcción del sentido.

Ahora bien, ¿no está la nata de esos versos -y con ella la persona de Gimferrer y de todos los que como él aún se enfrentan a las "pasiones particulares" de su obra- demasiado entera en la vasija? Cuando un autor está vivo y vigente la interpretación póstuma oscila entre lo bueno y lo propagandístico. Así, el estudioso de Arde el mar apunta como mayor valor del libro "la ubicación concreta de cada referencia en la subjetividad más íntima"; su observación es atinada, y grandes las expectativas de iluminación creadas en el lector. Pero llega el comentario de dos poemas-clave del libro, Cuchillos en abril y Julio de 1965, originados en ciertos hechos y personas concretas de la intimidad del poeta, y nada que no sea la glosa generalista leemos en él. Quizá el día, que deseo lejano, en que el autor alcance la verdadera inmortalidad, el crítico de entonces pueda batir la nata de la antigua pasión sin temor a cortarla.

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