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Ella y sus secretos

Si alguien me preguntara qué es y en qué consiste el arte vocal de Monserrat Caballé, diría sin titubear: es el secreto de lo impalpable, la huida permanente de la realidad física, el punto intermedio entre una soprano y un ave imaginaria. Lo demás es fácil de observar: cierto regreso a la condición de las divas de otro tiempo; la herencia de unos acentos romanticistas que, todavía, para los barceloneses de los años treinta y cuarenta, gozaban de virtualidad y la facultad de seducirnos con soluciones que, en teoría -esto es, antes de humanizarse- podríamos discutir.Esta Casta diva, ahora biografiada, canta su plegaria a una luna poética e inimaginable, como la de Juan Ramón Jiménez. Lo hace desde una naturaleza singularmente expresiva y a través de una excepcional inteligencia. Suele olvidarse semejante factor en los artistas y, más aún, en las voces doradas del belcanto, el canto trágico y heroico. Sin embargo, si analizamos un puñado de divas egregias, encontraremos cómo, invariablemente, poseían dones de inteligencia quizá especializada, pero fuera de lo común.

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Otro dato determinante en las auténticas divas es el de ocupar, en todo momento, el primer plano de la música y de la acción. Sin esto se puede ser incluso una maestra grande, pero no una diva, término que al discurrir de la historia pierde su literalidad semántica en beneficio de una significación simbólica. Callas, Victoria, Caballé o Berganza no tardaron en tornarse símbolos en los que se veía representada la sociedad culta de un momento histórico concreto.

Al mismo tiempo, el saber institivo y estudioso de Montserrat, la hizo, vehículo ideal para los lieder de Strauss, las melodías de Fauré o las canciones de Granados, Falla, Toldrá o Joaquín Rodrigo. En el girar de ese círculo mágico, como centro sensible y geométrico, está siempre, inconfundible, el personaje más original y asombroso creado por la cantante barcelonesa: Montserrat Caballé, maestra de sí misma, clásica de su propio quehacer y tan distinta a cualquier otra voz grande y hermosa que cabe asegurar la imposible imitación. Recuerdo que, ya hace años, en una tertulia melómana y amical, alguien sacó a relucir, con ánimo de comparación, el nombre de la Callas. Caballé cortó con sencillez: "No, ni hablar de eso, María fue María; yo soy yo", contestación tan verídica que no permite suponer ni modestia ni vanidad.

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