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México: ¿hacia un salinismo al reves?

Jorge G. Castañeda

El actual régimen mexicano tiene la ventaja sobre los que le precedieron en el poder de ostentar cierta transparencia y candor en sus pronunciamientos y propósitos. Detalles más, detalles menos, anuncia sus intenciones, comenta sus tácticas y revela sus planes. En vista de la importancia que encierra la crisis mexicana para toda América Latina y de la enorme dificultad para salir de ella, conviene examinar dichos planes para determinar sus perspectivas y grado de viabilidad. No para aceptar el proyecto ciegamente, como en el pasado, ni para denunciarlo por cruel y odioso: sólo para saber si puede funcionar.Emesto Zedillo ha hecho saber que su estrategia para sortear la persistente crisis que azota a México desde el 20 de diciembre de 1994 corre por dos caminos. En primer término, dada la obligación que ha asumido el presidente mexicano de buscar una salida sólo dentro de la ortodoxia económica y financiera, no hay más remedio que un ajuste pavoroso, hundiendo al país en una profunda recesión. La ortodoxia es imperativa tanto para el corto como para el mediano plazo, ya que cualquier abandono o desvío futuro ante el curso económico del ex presidente Carlos Salinas de Gortari -liberalización comercial, privatizaciones, desregulación, recurso al ahorro externo-. espantaría a los mercados y dificultaría una salida inmediata. A duras penas se puede hablar hoy de algunos matices en el rumbo neoliberal, pero de preferencia en voz baja y con discreción.

El compromiso -ineludible, según el mandatario- de cumplir cabalmente con los pagos de la deuda de corto plazo y con la condicionalidad impuesta por Estados Unidos y el FMI en torno al gigantesco paquete de rescate de enero impide un ajuste menos recesivo. Y la recesión, aunada al recorte del gasto, al aumento de las tasas de interés y a la ausencia de una red social de protección en México, va a provocar una caída brutal del ingreso y del bienestar de decenas de millones de familias mexicanas. En la visión del presidente Zedillo, esto es un dado: algo inamovible, inevitable, impostergable.

A cambio, el actual Gobierno parece querer ofrecerle al país un camino de democracia, justicia y honestidad, es decir, todo lo que el Gobierno anterior pospuso o simplemente se negó a hacer. En resumen, Ernesto Zedillo se propone cambiar de norte en lo político, manteniendo el rumbo económico salinista, a pesar de que el propio Zedillo ya ha reconocido que por ese camino se llegó al despeñadero. Reforma electoral -que incluya órganos electora les independientes, elecciones y campañas libres y justas-, el es tablecimiento de un verdadero Estado de derecho -que se ex prese, entre otras cosas, en la identificación y captura de los responsables de los asesinatos políticos del año pasado, aunque esto incluya a los principales per sonajes del régimen saliente-, un alto a la corrupción -de quien sea, hoy y antes-. Éstas son las principales ofertas que ha prometido el Gobierno zedillista. Por ahora no las ha realizado más que muy parcialmente, pero en teoría puede hacerlo o, en todo caso, puede albergar sinceramente la intención de cumplirlas. El problema no yace allí, sino en la compatibilidad de ambos capítulos del libreto de Zedillo. El peligro estriba en que todo esto desemboque en un salinismo al revés.

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En efecto, la apuesta de Carlos Salinas consistió, como muchos lo apuntaron desde inicios de su sexenio, en modificar el tradicional curso económico mexicano para poder conservar el sistema político. Transformación económica para asegurar la permanencia política: he aquí la lógica del "milagro mexicano" de 1988-1994, que se estrelló en el doble escollo de los caprichosos mercados internacionales y la terca y tradicional debilidad de la economía azteca. La consigna y la misión era conservar el poder a cualquier coste; si además ese coste coincidía con las convicciones ideológicas de los artífices de la "modernización mexicana", mejor.

La apuesta de Zedillo parece ser exactamente la contraria: consumar todos los cambios políticos necesarios para poder preservar, a toda costa, el modelo económico -apertura comercial, Tratado de Libre Comercio (TLC) con Estados Unidos, sector público famélico, gasto público reducido y financiado equilibradamente por ingresos tributarios exiguos-. En ambos casos la rigidez política acompañada del economismo de Carlos Salinas y el pragmatismo político zedillista acompañado de un insólito dogmatismo económico- subyace la esperanza de que política y economía son dos compartimientos estancos, que una no contaminará a la otra, y que se pueden manipular las dos esferas separada y consecutivamente.

Ya sabemos que la epopeya salinista terminó en la desgracia (para el país y para sus protagonistas), justamente debido a la imposibilidad de mantener esa dicotomía tajante. La política invadió el "dominio reservado" de la economía: las protestas cardenistas en 1991-1992, el debate sobre el TLC en Estados Unidos a lo largo de 1993, los indígenas de Chiapas y los asesinatos políticos de Luis Donaldo Colosio y José Francisco Ruiz Massieu en '1994 acabaron por derrumbar el mito de la prosperidad y éxito del sexenio de Salinas de Gortari. Puede ocurrirle lo mismo a Emesto Zedillo, sólo que al revés.

Mantener un programa draconiano de austeridad sin controles sindicales, con medios de comunicación cada vez más libres, con partidos políticos susceptibles de aprovechar el desgaste gubernamental, todo ello al cabo de 12 años de estancamiento económico y 65 años de autoritarismo político, se antoja difícil. Y lograr que la oposición -de izquierda y de derecha, política e ideológica, social e intelectual- se alinee llanamente con una plataforma económica ajena e impopular resulta por lo menos improbable. O la apertura política provoca un golpe de timón económico, o desemboca en una regresión autoritaria impuesta por el descontento social, la protesta en las calles y las fuerzas centrífugas en el seno de los partidos políticos. Si bien en la vida real las disyuntivas nunca son tan categóricas, es perfectamente posible -más aún, muy probable- que, a la vuelta de algunas semanas o meses, la tentativa de separar política Y economía devenga en una nueva crisis mexicana, una más, como si no bastara la actual. Podría ocurrir en un mes de mayo efervescente, ya no en el Barrio Latino hace 27 años, sino en el Zócalo de la Ciudad de México.

Es tanto más factible este desenlace cuanto que al presidente Zedillo no le quedan muchos cartuchos en sus cananas. Si los mercados no se estabilizan en los próximos días -y sus designios son insondables-, pronto el mandatario mexicano se verá obligado a echar mano de sus últimas fichas, que inevitablemente surtirán rendimientos decrecientes. Esas fichas incluyen la detención de Carlos Salinas o de quien fungiera como su virtual primer ministro, José Córdoba, que serían acusados de distintas fechorías; la suspensión de pagos más o menos voluntaria de parte o de toda la deuda externa mexicana, y la celebración de un nuevo acuerdo político y social en México, acompañado de un giro en la política económica y de la conformación de un Gabinete de guerra o Gobierno de emergencia nacional. Cada opción puede acontecer sola o en combinación con otras.

Las dos primeras alternativas son aleatorias y escapan al ámbito de lo previsible. La tercera sigue siendo viable, incluso probable, pero carece de fundamentos sin un casamiento de economía y política. La síntesis significa utilizar la democratización real que Ernesto Zedillo presume perseguir, para imponerle al modelo económico actual los ajustes y las rectificaciones que requiere, y que la inmensa mayoría de los mexicanos exige. La primavera tolera todas las esperanzas.

Jorge G. Castañeda es profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional Autónoma de México.

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