Contra el olvido
Toda la razón del mundo asiste a Jordi Flujol cuando explica que los documentos de la Generalitat depositados en Salamanca son legítima propiedad de la institución que preside y reclama su devolución. Nada se puede objetar a esa demanda: ni la supuesta unidad del archivo, que no existe, puesto que en él se conservan montones de documentos que nada tienen que ver con la guerra, desde libros de actas de sociedades obreras del siglo XIX hasta fichas de afiliados al Partido Radical; ni la legitimidad de origen de esos documentos, que han ido a parar a orillas del Tormes porque fueron requisados por las tropas del ejército rebelde cuando tomaban las ciudades y en lugar de entregarlos al fuego, como solían hacer los falangistas, los apilaban por si de ellos podían obtenerse informaciones para una más discriminada y eficaz represión.De modo que si todo se reduce a una cuestión de legítimos derechos no habría motivo para este debate. Esos papeles son de la Generalitat, como otros son del PNV, del PSOE, de la UGT o de la CNT, propietarios de un número de documentos incomparablemente superior al de la Generalitat. Ésas y otras instituciones y personas tienen sobre sus respectivos papeles idénticos derechos y a todas habría que devolver la propiedad que les fue arrebatada como resultado de su derrota en la guerra. Naturalmente, no hay ningún archivo en el mundo que conserve únicamente fotocopias o microfilms: la devolución generalizada de los papeles significaría el cierre del archivo de Salamanca.
Y a lo mejor es eso lo que hay que hacer: cerrar el archivo y clausurar uno de los escasos lugares físicos de la memoria de la guerra. Pues resulta que todos esos papeles están relacionados con la guerra civil, aunque no fuera más que por el hecho de que si no hubiera habido guerra, ninguno de ellos estaría en Salamanca. Y es de eso de lo que se trata: de guardar la memoria de la guerra, acontecimiento central de la historia de España del siglo XX que proyecta su luz o su sombra hacia atrás, hacia las luchas sociales y políticas que la hicieron posible, y hacia adelante, hacia los 40 años de dictadura que fueron su legado más inmediato, hacia el exilio, hacia la transición a la democracia e incluso hasta el día de hoy.
Llevamos 15 años preguntándonos qué debe devolver el Estado a sus naciones y regiones y bien está que así sea; pero es quizá hora de preguntar también en qué pueden contribuir las regiones y naciones a la construcción del Estado. Y algo que sin duda deberían hacer es preservar la memoria de una historia común. Tal vez por eso, tras reconocer su propiedad, todas esas instituciones podrían renunciar a la posesión de sus documentos, dejarlos en Salamanca y crear sobre esa sólida base un centro de estudios sobre la guerra civil. Un centro que fuera a la vez de documentación y de investigación, que conservara y ampliara sus fondos, que se dotara de una gran biblioteca sobre la guerra, la dictadura y el exilio; un centro que no sería ya una sección del Archivo Histórico Nacional sino propiedad de todas las instituciones que allí conservan parte de su historia y que están interesadas en que el recuerdo de la guerra no se borre por completo de la memoria de los españoles.
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