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Reportaje:

Atrapados

En la Red de San Luis, maltratadas sirenas pescan lo que pueden a la sombra de los portales, cebo vivo expuesto a la contemplación de los. mirones que escrutan con ojos de besugo sus peculiaridades anatómicas: La Red de San Luis no necesita rótulo ni figura con tal nombre en el callejero, y muchos de los madrileños que así la llaman desconocen el origen de su pintoresca y popular denominación. La confluencia de Montera, Hortaleza y Fuencarral con la Gran Vía se llama red por las redes que tendían para protegerse de la rapiña de los hambrientos los panaderos de los alrededores de Madrid que allí montaban su mercado. Lo de San Luis le viene por san Luis obispo, patrono de una iglesia de la calle de la Montera hoy desaparecida.Hubo un tiempo en el que la Red de San Luis cambió de patrono para rendirle culto a José Antonio, protomártir excelso, entronizado en los rombos identificativos de una estación del metro allí ubicada. En aquellos años la Gran Vía entera fue rebautizada, en vano, con el nombre del presunto héroe , pero el pueblo de Madrid, agnóstico y escéptico, hizo caso omiso de las nuevas nomenclaturas. La avenida de José Antonio siguió siendo, para nativos y foráneos, la Gran Vía.

Los andenes de la estación de José Antonio eran los más profundos y misteriosos de la red metropolitana, y contaban con un ascensor que incrementaba en una perra gorda el precio del billete. El ascensor estaba enmarcado en un singular templete, obra de Joaquín Palacios, arquitecto emblemático que marcó con su personalísimo sello la fisonomía de un nuevo Madrid, artífice del palacio de Correos, del hospital de Maudes, del Círculo de Bellas Artes y de otros muchos edificios característicos de la urbe. El templete de José Antonio, con su marquesina, era una construcción muy querida por los madrileños. Los que un día llamaron Nuestra Señora de las Comunicaciones al palacio de Correos por su parecido con un templo catedralicio veían el templete metropolitano como una ermita menor consagrada al mismo culto.

Sustituido el templete por una misérrima fuente de la que parecen huir a escape los patos que la adornan, sus piedras fueron a parar a la localidad de Porriño, en Pontevedra, villa natal del madrileñisimo arquitecto, y ahora se exhiben al borde de la carretera, sin marquesina, transmutadas en un curioso monumento megalítico, homenaje y recuerdo de un genio nacido fuera de tiempo, arquitecto civil con vocación de constructor de catedrales.

El pan no es un producto muy solicitado en el mercadillo clandestino perpetuamente instalado en los entornos de la Red de San Luis, cita de los más diversos tráficos y tratos carnales y venales. La red atrapa en sus invisibles mallas a una turbamulta de seres marginados y castigados de diversas etnias y variados oficios no clasificados en las listas del Inem. El lóbrego subterráneo de acceso al metro es un escaparate de miserias que nadie se detiene a mirar.La Red de San Luis actúa como un imán que ejerce una atracción fatal sobre los señalados por la fatalidad, sobre los parias que allí confluyen sin saber por qué, hipnotizados por el embrujo de la Gran Vía, a la busca de un precario refugio en esta céntrica madriguera, imposible escondrijo expuesto a la vista de todos, cazadero elemental para cualquier sabueso en prácticas que quiera incrementar sus méritos venatonos con la detención de indocumentados, yonquis, lumis o camellos de poca monta.

Siglos ha que el sexo mercenario y sus secuelas y adherencias desembocaron en este delta urbano, estuario en el que vierten sus sedimentos y detritos las cloacas nocturnas del centro de la ciudad. A los pies de la Telefónica y en los márgenes de Montera se airean de madrugada las pálidas criaturas que medran o se consumen en los claustrofóbicos antros y garitos de Ballesta, Desengaño y Valverde, de Hortaleza, de Caballero de Gracia y de Jardines. Sombras de sombras que se cruzan y se descruzan, caminando en círculos alrededor de la infame fuente que ha usurpado el lugar de honor de la plaza sin nombre, de la inconsútil red entretejida en el corazón de la ciudad.

El Caballero de Gracia, el seductor modenés don Jacobo de Grattis, legado pontificio, galán infatigable, merodeador nocturno y depredador de honras femeninas, imprimió a finales del siglo XVI y principios del XVII su huella en estos andurriales. Antes de, convertirse en héroe de zarzuela, este fogoso precursor de Casanova tuvo aquí su residencia, cuyos jardines dieron nombre a una calle, paralela y próxima a la que hoy lleva el suyo, santificada por el oratorio neoclásico, reedificado por Villanueva, testimonio del arrepentimiento, tardío pero elocuente, de don Jacobo, que consagró los últimos años de su pecadora y longeva existencia a la oración y a la penitencia en reparación de sus excesos venéreos, quizás para salvar las almas de muchos cuerpos mancillados por su contumaz inverecundia.

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Una casa de comidas rápidas, propiedad de una omnívora multinacional del ramo de la hamburguesa, ocupa los locales de lo que fue una afamada joyería-bisutería, cuya elegante envoltura se ha preservado, dentro de lo posible, pese al cambio de actividad, haciendo evidente una flagrante discordancia entre la forma y el fondo, entre la delicada ornamentación del antiguo comercio y su prosaica dedicación actual al engorde sistemático y contumaz de las nuevas generaciones.

No vive la Red de San Luis su mejor momento. La degradación y el abandono de la Gran Vía han hecho mella en su entorno.

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