Salman Rushdie, seis años después
En febrero de 1989, cené en Londres con Salman Rushdie. Unas semanas antes, grupos fundamentalistas islámicos habían protestado contra él en un suburbio de la ciudad. Rushdie iba a iniciar un viaje a Estados Unidos promoviendo su novela Los versos satánicos. Dijo con ironía que la seguridad norteamericana le sugirió usar un chaleco antibalas. Todos nos reimos. Unos días más tarde, nadie reía. El ayatolá Jomeini, desde su sede en Qum, habia lanzado un edicto contra Salman Rushdie, acusándolo de blasfemia y poniendo precio sobre su cabeza. A partir de ese momento, Rushdie asumió un destino insólito sin precedente en nuestro tiempo. Se convirtió en un escritor no sólo prohibido, sino condenado a muerte por lo que escribe. Humor, irritación, tesón, desesperación, serenidad, todo menos fatalidad, todo menos resignación literaria: a partir de ese momento, Salman Rushdie ha vivido todo esto. La fatwa de los ayatolás pesa sobre como el fatum de los romanos: la interdicción es el destino. Y la fama también. En un siglo de famas efímeras y plásticas ("Todos seremos famosos durante 15 minutos al menos", Andy Warhol), la de Rushdie es singular porque asimila fama y destino, como lo están en su raíz latina. Fama y fatum se identifican con fari, hablar, manifestarse. Fama, Destino y Palabra adquieren en la persona de Salman una hermandad terrible, pues aunque Irán levante la fatua contra el escritor, el fanatismo continuaría amenazando su vida. Quizá, incluso, sin la fatwa, los asesinos se sentirían más obligados que nunca a cobrarse la vida del escritor.
Y sin embargo, ¿qué es Los versos satánicos sino un acto de la imaginación, una novela en la que, como ha indicado Milan Kundera, todos tienen derecho a decir su palabra? Campo de lenguajes a veces adversarios, a veces fraternales, la novela es inconcebible sin este derecho de otorgarle la palabra a todos sus protagonistas, sin atribuirle al autor las posiciones de los caracteres. Y el protagonista de Los versos satánicos es sólo (y nada menos) el inmigrante, el actor hindú arrancado sin aviso de los estudios cinematográficos de Bombay y arrojado, con su máscara de dios elefante, desde un avión al torbellino urbano de Londres. Es el argelino en París, el turco en Berlín, el mexicano en Chicago, portadores de trabajo y cultura, inyectándose con una memoria espesa en el colectivo licuado de Occidente. ¿Exterminarlos, respetarlos, purificarse, contaminarse? ¿Qué hacer con ellos? Es, quizá, la cuestión de nuestro tiempo, y la novela de Rushdie la propone en todas sus dimensiones.
Es increíble que el ataque a su persona venga de donde debía venir su defensa, del mundo de las culturas marginadas. Si éstas se convierten en culturas dogmáticas, tribales, vengativas, cavarán su propia tumba. Salman Rushdie, en cambio, ya ha ganado su batalla. Nada le duele más que ser visto sólo como la víctima de un caso de intransigencia dogmática. Él aspira a algo más, a ser considerado como un escritor. Lo importante de su caso, finalmente, no es la fatwa religiosa, ni siquiera el atentado contra la libertad de expresión. Lo importante es el libro; la novela, el lenguaje, la imaginación, la voz. Miro los ojos de Salman y sé que nada puede disfrazar esa mirada. Es la de un escritor. Es la de una fama, un destino y un decir insustituibles.
Carlos Fuentes, escritor mexicano, premio Príncipe de Asturias 1994.
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