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La industria del fragmento

Vicente Molina Foix

Si el arte de la pintura no miente, fue una de las mujeres más hermosas del siglo XIX. Había entrado en su adolescencia en el círculo de los pre-Rafaelistas, a varios de los cuales sirvió de modelo, pero el más voraz e inteligente de todos, el poeta-pintor Dante Gabriel Rossetti, la apartó del grupo y se casó con ella. Todo a su alrededor duró poco: la fraternidad de los artistas, la salud, el amor feliz, la propia vida. En 1862, dos años después de la boda, Elizabeth Siddal murió de una sobredosis de láudano, y el dolor de su marido fue tan grande que lo quiso mostrar con un suicidio simbólico: enterró junto al cuerpo de su amada el único manuscrito de su obra poética y dejó de escribir. Pasó el tiempo. El éxito de la poesía de su hermana Christina Georgina y unos serios problemas oculares hicieron que Rossetti volviera a la escritura; cultivó de nuevo la poesía, pero le faltaba el fundamento de su primera voz. Un noche de 1869 el romántico cementerio londinense de Highgate representaba una escena de la novela gótica; la tumba de Elizabeth fue abierta y Rossetti recuperé sus versos. La impresión de aquel acto macabro no le abandonaría en el resto de su corta vida. El remordimiento, los alcoholes y la medicina para los nervios le fueron aniquilando, al tiempo que su poesía se hacía más trágica y su pintura más mórbida. Murió en 1882 como un recluso del barrio de Chelsea.La imagen tétrica del desentierro de unos papeles juveniles me vuelve siempre que leo libros donde se recuperan los textos olvidados de un escritor o leo la noticia de que otro profesor emprende la tarea de editar el vasto cuerpo de tachaduras de un genio. La cuestión suscitada por esta industria aplicada del inédito y los residuos no es nueva; empieza con los griegos, a muchos de los cuales hacemos el esfuerzo de entender en fragmentos, y durará mientras nosotros duremos en la tierra y en la lectura. ¿Es lícito, es útil, es artístico? Tres extensos volúmenes acaban de ofrecernos la prosa, la poesía y el teatro juvenil inédito de Lorca, y la alarma se ha dejado oir: vanidad de eruditos, flaco favor al artista. Yo ten o que decir que no siendo un especialista sino sólo un gran admirador de este poeta, he disfrutado enormemente con bastantes de las piezas desempolvadas, del mismo modo que la figura de Valle-Inclán queda muy en riquecida en el reciente volumen de Pretextos Entrevistas, conferencias y cartas. Y no pocas veces el erudito que, con una tenacidad de personaje de Henry James, busca en el baúl de su autor contra el fuego, el olvido y los parientes, da con el tesoro: eso es a mi juicio el tomo de Teatros de Rubén Darío publicado por la excelente pequeña editorial Aitana (¿se hablará algún día con el debido elogio de esas editoriales no-oficiales que desde la provincia nos indican cómo llegar a las afueras de la literatura?). El Rubén de este delicioso libro es el jovencísimo cronista (para La Época de Santiago de Chile) de una gira sudamericana de Sarah Bernhardt, y obviamente cautivado por el "moderno Proteo con faldas", Rubén destaca más como enamorado que como avinagrado crítico de teatro, convirtiendo alguna de las reseñas en poemas de una prosa candente y jubilar.

Recientemente, en la aparición de cinco volúmenes de juvenilia de Nietzsche, George Steiner se sumaba a la disputa . ¿Está justificado remover todos los huesos del artista? Steiner, que deconocía las revelaciones aportadas por la nueva edición exhaustiva de Coleridge y por la de los borradores de Celan, era escéptico en el caso de este primerísimo Nietzsche. Su ironía -la del filósofo- respecto a esos cinco volúmenes "habría sido ácida". Yo sólo creo en otro ácido: aquél con el que todo artista que no desee una vida futura a sus papeles íntimos, esbozos musicales o apuntes pictóricos, fácilmente puede destruir los depósitos de su cocina. En el caso contrario la posteridad, que temporalmente somos nosotros, tiene todo el derecho a entrar a saco en la despensa y hartarse con los restos dejados por el gran estómago del genio.

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