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Tribuna:Ni guerra ni paz /4
Tribuna
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La ocupación por otros medios

Ramallah vivió durante años en un clima de guerra diario

En Jerusalén, acudo a mi vieja querencia del American Colony. Como hace seis años, el bar y los salones de la planta baja -su patio se halla desdichadamente cerrado a causa del frío de la estación- son el punto obligado de cita de periodistas, intelectuales palestinos, turistas politizados o cultos y, esto es una novedad, de ejecutivos y hombres de negocios jordanos -en su mayoría de palestinos residentes en Jordania-, venidos a Jerusalén Este para estudiar las perspectivas inversoras abiertas por el "proceso de paz".En un taxi con chófer palestino, pero matriculado en Israel, comienzo mi itinerario hacia la zona que el ocupante denomina Samaria y Galilea. La carretera que conduce a Ramallah, recorrida tantas veces años atrás con el equipo de televisión española, sufre los mismos atascos que las arterias más concurridas de la capital. A medio camino, Tsahal ha establecido un imponente dispositivo de control: los automóviles con matrícula azul de Cisjordania no pueden acceder a la Ciudad Santa si no disponen de un permiso especial. Por dicha razón, los palestinos autorizados a cruzar la Línea Verde de las antiguas fronteras de 1948 para trabajar en Israel prefieren dejar sus automóviles en un aparcamiento cercano: los comerciantes, ancianos, enfermos con la debida prescripción médica, niños matriculados en las escuelas de Jerusalén Este, etcétera, deben aguardar en cola interminable las formalidades fronterizas antes de apretujarse en los autobuses atestados, con matrícula israelí, que cubren el trayecto a Jerusalén.

Como denuncia Sor Paula Teresa, secretaria de la Comisión Justicia y Paz, residente en Ramallah .(Le Monde Diplomatique, marzo de 1993), los controles y vejámenes se repiten incluso en los autobuses.

Al otro lado de la "frontera" el panorama cambia por completo: el mujayam o campo palestino de. Kalandía, contiguo a la carretera general, ha desaparecido. Sin su cerca ni calles tapiadas u obstruidas con bidones de petróleo vacíos ni puestos de vigilancia, resulta difícil de localizar. El camino a Ramallah presenta un aspecto animado con sus garajes, minimercados, tiendas de muebles, agencias inmobiliarias y de alquiler de automóviles. Los controles de Tsahal son discretos y se desvanecen a primera vista a la entrada de la ciudad.

Ramallah vivió durante años en un clima de guerra diario: en huelga general indefinida, los establecimientos y tiendas se hallaban cerrados y sus calles, desesperadamente vacías, ofrecían una apariencia desolada y muerta. Los jeeps israelíes patrullaban de un extremo a otro y centinelas apostados en los tejados apuntaban con sus fusiles ametralladoras a los escasos viandantes: mujeres, niños, ancianos...

Hoy, los atascos impiden la circulación en el centro urbano y el estacionamiento es casi imposible. El comercio ambulante invade las aceras, muchachos y muchachas con el cabello descubierto contemplan los escaparates de las tiendas abastecidas con todos los artículos de la tecnología moderna.

El Arab Bank, Banco de Jordania y Banco Cairo-Ammán han inaugurado sus nuevas sedes y el capital del reino hachemí circula e invierte bajo la mirada benévola del ocupante. Numerosos palestinos de nacionalidad jornada han adquirido o construyen viviendas y empresas, convencidos de que Ramallah será un día u otro la capital de la pequeña entidad palestina o palestino-jornada tolerada o auspiciada por Israel.

Mientras Arafat se veía obligado a renunciar a su ambición de crear un banco palestino con capacidad de emitir moneda y admitir temporalmente el shekel israelí en los enclaves de Gaza y Jericó, el dinar jordano irrumpe con fuerza en Cisjordania después de los acuerdos de paz firmados entre el rey Husein y Rabin. La estrategia de penetración jordana en sus antiguos dominios complementa así la más ambiciosa de Israel: este Mercado Común próximo-oriental del que Tel Aviv, con el apoyo total de Estados Unidos, será el motor y el alma. Tras Oslo, y la Declaración de Washington, nadie puede acusar ya al rey Husein de romper la "solidaridad árabe" ni "traicionar la sagrada causa palestina": Arafat dio el ejemplo. Así, con perfecta buena conciencia, el reino hachemí sitúa sus peones económicos en la otra orilla del Jordán en tanto que Rabin estrangula a Gaza y deja la ANP en una situación insostenible. En contraste con un desarrollo que permite esperar una futura libertad política más o menos vinculada a Jordania, la opción Gáza-Jericó aparece cada día menos factible y atractiva. Desesperando ya de un entorno a las fronteras del 48 y sometidos a las dificultades, estorbos y mortificaciones de la vida diaria, 10.000 palestinos de la capital habrían solicitado, según The Jerusálem Post, la nacionalidad israelí. El júbilo con que el alcalde del Likud difundió la noticia puede ser sin embargo de corta duración: el número creciente de árabes israelíes es un arma de doble filo.

Ramallah constituye en todo caso el mejor ejemplo de la imbricación de proyectos, israelo-palestino-jordanos y del maquiavelismo o ceguera de la política de Rabin: islote de relativa prosperidad económica enteramente cercada de asentamientos fruto de un irredentismo colonial en absoluta contradicción con los objetivos del llamado "proceso de paz".

La normalización de la vida en Ramallah se esfuma pasado el cruce de Yalazún. Pocos. kilómetros des pués, al descender al valle, una barrera de control israelí nos veda el paso: la carretera general a Naplusa ha sido cerrada al tráfico. Hay que tomar un largo desvío de montaña por un camino próximo a Bir Zeit. En la cresta de las montañas circundan tes, con un claro designio estratégico, los asentamientos ideológicos de colonos venidos en gran parte de América acordonan el paisaje con sus búnquers, alambradas y torres de vigilancia. Tsahal abre desmontes en la configuración atormentada del suelo, rompe su belleza y armonía, extiende sus ramificaciones hasta rodear las poblaciones y aldeas de una auténtica tela de araña. Un año y pico después de los acuerdos de Oslo, Israel ha confiscado más de 700 kilómetros cuadrados de tierras palestinas, ha arrancado 15.000 árboles frutales para agrandar sus asentamientos y controla el 73% de los 5.700 kilómetros cuadrados de la orilla oeste del Jordán ocupada en 1967. Por contera, su Administración se ha adueñado además del 80% de los recursos de agua para sus propios fines. ¿No constituye todo eso una violación de los acuerdos de Madrid en virtud de los cuales Washington concedió un crédito de diez mil millones de dólares a Israel a condición de que "congelara" su colonización en Gaza y Cisjordania?

Después del rodeo por las montañas desembocamos otra vez en la carretera general a Naplusa. La razón del desvío, según descubriré luego, se debe a una manifestación de colonos que pretenden establecerse en el lugar en donde el israelí Ofra Félix fue asesinado el viernes 6 de enero. "Doquiera que se derrame sangre judía fundaremos un asentamiento", reza una pancarta. Aunque la Administración militar desautoriza la iniciativa -el lugar es muy vulnerable a eventuales ataques- varias tiendas de campaña mantienen una permanente vigilia a cien metros escasos de la barrera de control que corta la carretera.

En junio de 1988, Tsahal instauró un cerco de dos semanas en torno a Beit Furik, culpable a sus ojos de negarse a pagar los impuestos que le exigían y ser la cuna del terrorista que asesinó al alcalde de Naplusa, acusado de colaboración con el ocupante. La noche del día 17, asaltó al fin el pueblo con coches todoterreno, camiones y un helicóptero. La operación concluyó, con gran número de heridos y la muerte del joven Husein Ahmed Mleitat alcanzado por una bala dispara da al parecer por la espalda. Con el equipo de televisión, española filmamos el túmulo con su foto y banderas palestinas al pie de la mezquita, antes de dar el pésame a la familia, en una confortable vivienda en lo alto de la localidad. Pasados los basurales -los israelíes descargan sus detritus en las futuras zonas autónomas palestinas- atravesamos extensos campos de cultivo y frutales antes de penetrar en el pueblo cuya disposición, pese a los años transcurridos, permanece nítida en mi memoria. Pero en el lugar de la plaza en donde filmamos la manifestación de protesta hay ahora dos edificios recién construidos, la mezquita está en obras y pequeñas tiendas abiertas y vehículos estacionados muestran que la vida ha vuelto a cauces más normales y la gente respira. Voy en busca de la familia del muchacho: un chiquillo me dice que el padre está en el campo y corre a avisarle. Espero junto al lugar en el que cayó y minutos después llega Husein Ahmed Aúda, vestido con chaqueta y faldón grises y tocado con la cofia tradicional blanquinegra. También él, con buen ojo, me reconoce y nos abrazados con emoción. La vida continúa, dice. En el pueblo murieron seis jóvenes más; con todo, la situación es ahora tranquila, la gente vaca a sus ocupaciones y Tsahal les deja en paz. Nos ofrece un té a mí y al taxista y quiere invitar nos a almorzar. Le digo que debo proseguir el camino hacia Naplusa, prometo enviarle un vídeo del filme y nos despedimos deseándonos suerte.

La carretera general nos lleva pronto al centro de la ciudad. Como Ramallah, sus calles rebosan de actividad y la circulación es intensa. De nuevo la impresión de normalidad se sobrepone a las tensiones ocultas. Los recovecos del bazar me recuerdan los de Fez o Marraquech: confusión del espacio público y el privado, inmediatez a personas y cosas. Cada rostro parece tener grabada su historia: la dureza de los años vividos.

De improviso, al volver a la plaza en donde aparcamos, el espejismo se desvanece. Oímos gritos y el zurrido de las sirenas de la policía. Un muchacho ha arrojado una piedra a un militar israelí y un grupo de soldados se abalanza a otro joven ajeno al lance, le derriba al suelo, muele a puntapiés y arrastra al jeep, en donde permanece esposado y tendido bocabajo esperando la llegada de refuerzos. La gente contempla la escena a prudente distancia y sólo un hombrecillo calvo se aproxima a los soldados, trata de discutir con ellos y es apartado a empujones. Un minuto más tarde hay media docena de jeeps: sus ocupantes se despliegan con fusiles ametralladores y hacen retroceder a los mirones. Cuando arrancan al fin con su presa, me acerco a hablar con el señor calvo: alguien, en inglés, me explica que es su padre. Yo puedo atestiguar de su inocencia y lo hago por escrito con mi nombre y señas. La familia -han llegado entretanto la madre y hermana del detenido- me ruega que vaya a prestar declaración al cuartelillo. Con mi improvisado intérprete inglés -he aprendido por experiencia a tragarme mi árabe- vamos a la puerta enrejada, discutimos con el centinela y, luego de una espera, nos deja pasar por el pasillo con detector de metales al patio en donde se hallan las dependencias de la policía. Allí, expongo el motivo de mi visita y un joven moreno, a todas luces judío oriundo de un país árabe, me increpa violentamente en hebreo. Su frente sangra ligeramente: fue él quien recibió el cantazo. Quiero contestarle en inglés pero su compañero me disuade de hacerlo: "dice que si no hablas en hebreo tu testimonio no tiene valor alguno". Su rostro rezuma odio y bruscamente establezco una relación con el del chófer del grupo de policías palestinos que me "capturaron" en Gaza: ¡se diría que son hermanos gemelos! ¿Cómo puede haber tal foso de incomprensión e inquina entre jóvenes casi idénticos? La simetría de las dos situaciones me fascina: nada abrevia mejor la saña íntima, visceral, ¿te este enfrentamiento entre hermanos.

Pasear por los territorios ocupados de Palestina es penetrar en un universo de signos: en esa mezcla desestabilizadora de "normalidad y extrañeza, de inserción y distanciamiento" de la, que habla Camille Mansour en un breve ensayo de la Revue d'études palestiniennes. La vestimenta ' el acento, la matrícula del automóvil son señas que obligan a quienes viven una situación fronteriza a identificarse con uno u otro campo o a desmarcarse de ellos. Si la matrícula amarilla confiere al automóvil una identidad israelí, mi chófer. palestino cuida mucho de poner bien a, la vista el anuncio en árabe de la empresa de taxis de Jerusalén Este cuando atraviesa ciudades o aldeas palestinas aunque no corra como antes el riesgo de recibir una pedrada. Por la misma razón, retira esa seña cuando se acerca a un puesto de control israelí. Mi habla marroquí puede confundirme con un emigrante judío de aquel país y debo abstenerme por tanto de utilizarlo con desconocidos palestinos a fin de no suscitar su desconfianza. El mismo dialecto, empleado con amigos, facilitará en cambio la entrada en un territorio afectivo común y abolirá las distancias.

El aprendizaje de esa semiología resulta al cabo perturbador.

¿Cuál es el status del fronterizo? ¿Persona o signo?

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