Estrategia 'de ruptura' y otras estrategias
Es paradójico, pero cierto: los procesos penales más difíciles son los que tienen como imputados a sujetos públicos. Y es que el Estado, con frecuencia, se blinda como lo haría una organización ilegal (recuérdese el caso Linaza), y luego no duda en acudir a la perversa estrategia de los "procesos de ruptura". En éstos, según el clásico análisis de Vergès, el inculpado, más que actuar en el proceso, trata, de hacerlo saltar, provocando un hiperdesarrollo metastásico de las incidencias y sembrando concienzudamente todo tipo de dudas e insidias deslegitimadoras en la opinión. Ello desde su posición privilegiada, tanto en la esfera de los medios como en la de los media.En el caso GAL la evidencia de lo primero no puede ser mayor: casi una veintena de iniciativas procesales en curso y la denuncia de "una conspiración" contra el Gobierno -se dice que- liderada por el juez instructor. Por otra parte, la difusión de esta denuncia ha contado con la ventaja que da la televisión pública. El uso alternativo de ésta se presenta como inocente y regular ejercicio de dos derechos fundamentales: el de todo preso preventivo no incomunicado a expresarse y el de TVE a informar; cuando, en realidad, sólo se trata del insólito privilegio de usar una cuota de telediario en la primera cadena, creado ad hoc y ex novo para el caso y el usuario concretos, con fines que no tienen nada de informativos y con un beneficiario que no es la opinión pública ni el interés de la justicia.
Otra particularidad de procesos como éste es la hiperactivación de un delicado sentido de las garantías. Que, curiosamente, tiene como referente a imputados de excepción, bien defendidos, cuyo status se sitúa en un nivel de calidad procesal a años luz del padecido por el común de los justiciables.
Hice una vez más esta reflexión a la vista de un artículo de Pérez Royo, cuyas "dudas constitucionales" sobre el proceso de los GAL traté de disipar sin éxito. Ahora, a tenor de su respuesta, me veo obligado a intervenir de nuevo: para problematizar alguna de sus afirmaciones y por el interés de la cuestión de fondo. No entraré en las consideraciones, propias de una cierta vulgata del poder judicial en el Estado de derecho y bastante obvias, a las que Pérez Royo dedica buena parte de su artículo. Iré a las que tienen interés polémico.
De una cosa no me cabe la menor duda: buenas razones de salud democrática aconsejan (como hizo UCD) rescindir los puentes que ahora permiten un tránsito cómodo entre la jurisdicción y la política. Pero que los jueces puedan ser políticos ocasionales para volver después a ser jueces no comporta una ruptura necesaria del principio de independencia. Ni siquiera cuando el regreso es al mismo órgano judicial. Así, ha tenido que suceder algo tan atípico con el affaire PSOE-Garzón para que se diera este debate.
Pienso que, disuelta esa singular relación, Garzón no está en la posición ideal para instruir el caso GAL. Pero ¿será inconstitucional la ley que lo posibilita? Entiendo que no. Primero, porque lo ocurrido es excepcional e irrepetible dentro de las vicisitudes que la misma propicia. Al contrario, el problema que Suscitan los jueces de ida y vuelta es que su impregnación político-partidista puede hacerles sospechosos de parcialidad pro-administratione, con riesgo, pues, para la generalidad de los justiciables, que no para el Estado. Segundo, porque la legalidad ordinaria ofrece recursos Suficientes para salir al paso de lo que en la situación creada pudiera haber de antijurídico.
De darse algo así, y aunque Pérez Royo no lo explica bien, sería por razón de pérdida de la imparcialidad, no de la independencia, que es precondición necesaria, aunque no suficiente, de aquélla. Lo que se objeta a Garzón es que en el caso concreto habría perdido la calidad de tercero respecto de las posiciones parciales encontradas. Y esto por animadversión hacia los inculpados; o por actuar en función de datos adquiridos -en privado- fuera del proceso, frente a los que los imputados no podrían defenderse eficazmente dentro de éste. En un caso lo afectado sería la imparcialidad "subjetiva"; en el otro, la "objetiva".
Para la denuncia de enemistad hay un cauce que es la recusación. Pero ésta exige una causa específica y personalizada en la concreta relación juez-imputado. Algo que nadie verá, por ejemplo, entre el narcotraficante y un juez -nada hipotético- profundamente "comprometido" en la "lucha contra la droga". Algo que, cuando no se da en los términos legales, suele tratar de crearse artificialmente mediante el acoso y la insidia multidireccionales en que se resuelve la "estrategia de ruptura", que intenta convertir al juez en "enemigo".
La segunda cuestión encaja en lo que técnicamente se denomina "conocimiento privado del juez", más bien referido al que juzga, y que, de existir y ser relevante, rompería la regla de que las decisiones se tomen -sólo- conforme a lo alegado y probado" dentro del proceso. Siempre ha sido difícil impermeabilizar el juicio en las pequeñas localidades, y hoy lo es incluso en las grandes, cuando, como es usual, precede o se superpone a él una investigación periodística. Pero el riesgo valorable no es el representado por el a priori de la simple posibilidad abstracta de algún tipo de información irregular. Hace falta algo más y concreto, que, de darse, no escaparía a ningún abogado experimentado. Éste, a la vista de un sumario -y más estando presente en la instrucción-, detectaría enseguida el dato de eficacia inculpatoria que fuera de fuente extraprocesal. Y, constatado esto, las posibilidades, también procesales, de reaccionar son de sobra conocidas. En fin, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (caso Gillow, sentencia, de 24 de noviembre de 1986) declaró que haber juzgado en un juicio penal relacionado con el ámbito en que previamente se había desempeñado funciones administrativas no basta para dudar de la imparcialidad del magistrado si antes no había "intervenido, directa o indirectamente", en el asunto del demandante.
Me reprocha Pérez Royo el uso del término "imaginable" para denotar lo impensable de la existencia de conocimiento viciado en este caso. Más aún, considera que hay que expulsar a la imaginación del proceso penal. Seguramente porque no ha reparado en que el método de la investigación judicial -como sucede con cualquier actividad de indagación- tiene carácter heurístico, opera a través de la elaboración y verificación de hipótesis, tarea en la que -de Popper a Marina- la "imaginación crítica" juega un papel relevante. Además, considerar "inimaginable" que Garzón se hubiera encontrado en Interior el expediente del caso GAL es una afirmación de imposibilidad más fuerte que la que podría expresarse mediante el adjetivo "imposible" que Pérez Royo aconseja; aunque sólo fuera porque cabe imaginar también lo "imposible".
Dice Pérez Royo que no "se pueden 'contextualizar' las garantías del derecho". Pues bien, "contextualizadas" están, ¡vaya si lo están!: en la práctica y en cada caso por razón de la calidad de los imputados, y también en la teoría Y en las leyes, como lo evidenció, de manera aparatosa, el debate de la ley Corcuera y hasta la misma sentencia del Tribunal Constitucional que -formalmente- le puso fin, cuestionada nada menos que en tema de libertad personal por algunos votos particulares. Por otra parte, peculiar matemática la de la disciplina constitucional del proceso penal, que alberga una contradicción tan difícil de componer como la que introduce la prisión provisional en el marco del principio de presunción de inocencia. No dudo que el "deber ser" ideal en materia de derecho y proceso penal es extraordinariamente rígido, pero se flexibiliza, ya en el "deber ser" constitucional, y el legislador -con o sin "margen [formal] de maniobra"- puede y suele hacer maravillas en función de las circunstancias.
Insisto y concluyo: hay diversos factores que convierten el caso GAL en un supuesto problemático. Con todo, los que más distorsionan no son los atribuibles al juez instructor, y los de esta procedencia, si los hubiera y fueran relevantes, serían susceptibles de corrección en el marco legal vigente y en la perspectiva de las diversas instancias. Por lo demás, me he pronunciado -siempre- activamente por algo que -ahora- también Pérez Royo constata: la necesidad de levantar el listón de lo constitucional en materia de justicia penal. No albergo ninguna duda acerca de su intención en esta estimulante polémica. Por eso, cuando suscribí el manifiesto a que se refiere (EL PAÍS, 15 de enero de 1995) nunca pensé -ni creo que nadie lo hiciera- en él como destinatario de la denuncia, porque no había nada de "aberrante" o "sectario" en su discurso. De ahí que me resulte un tanto difícil entender el sentido de esa especie de desafío -por el tono, no sé si a debatir o a batirse- con que cierra su última intervención.
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