Campo subvencionado
ESPAÑA HA sido en 1994 el tercer país receptor de subvenciones agrarias de la Unión Europea, detrás de Francia y Alemania. También es el primer receptor de fondos estructurales, tanto en ayudas a las regiones de menor renta como en fondos de cohesión. Es decir, a nueve años de la plena incorporación a la construcción europea, España cuenta con un balance presupuestario de su integración europea enormemente positivo, que desautoriza ciertas valoraciones catastrofistas sobre las negociaciones de adhesión surgidas al hilo de la ampliación de la UE a Austria, Finlandia y Suecia.Pero ningún balance es meramente económico. Las cifras de las subvenciones europeas a nuestra agricultura tienen una vertiente sonriente, la que demuestra: los beneficios de la integración en la Política Agrícola Común (PAC), que se traducen en unos ingresos de 800.000 millones de pesetas en 1994, o en términos de renta en que un 25% de la que produce el campo español tiene su origen en el presupuesto comunitario. Una parte del aumento se debe a las devaluaciones de la peseta con relación al ecu, pero otra muy importante a una sensible mejora en el conocimiento de los circuitos comunitarios por parte de los agricultores españoles. Fue un buen negocio, nos dicen claramente las cifras.
Pero hay otra cara, sombría ésta, del brillante balance. Las ayudas agrarias de la UE acaparan el 50% del presupuesto comunitario. Las subvenciones agrarias sirven para sostener las rentas de esforzados y eficaces profesionales del campo, pero conducen a la vez a establecer una auténtica cultura de la protección europea, que yugula la iniciativa privada y la creatividad empresarial, o la dirige hacia donde menos conviene, y contribuye así al éxodo rural y a la desertización. Y en el peor de los casos, alimenta circuitos especulativos, cuando no directamente fraudulentos.
El estereotipo que corresponde a la PAC es el del agricultor que pasa más horas ante su ordenador personal, buscando y calculando subvenciones, que en el tractor. Y todo esto sucede después de que la propia PAC fuera reformada en 1992, para evitar precisamente la subvención a montañas de trigo, carne y mantequilla sin salida en el mercado, que se sustituyó por ayudas al barbecho, a la reforestación o directamente a las rentas agrarias.
Pero a pesar de la reforma, esta PAC se ha revelado igualmente insostenible en una comunidad de 15 países que se verán en la obligación en los próximos años de dedicar más presupuesto a infraestructuras, medio ambiente, investigación científica o creación de empleo, y que tiene además la obligación de abrir sus mercados a los países más pobres del vecindario.
En el caso de los países del centro de Europa, a los que se ha prometido una próxima integración, el mantenimiento de la PAC en su versión actual es literalmente irrealizable, pues un país tan agrario como Polonia podría absorber una parte del presupuesto tan importante como la de alguno de los socios más verdes.
En cierta forma, la enorme cuantía de las ayudas agrarias que recibe España debiera ser menos un motivo de regocijo que de reflexión sobre el futuro del campo, de los agricultores y de la propia Europa concebida como inagotable fuente de subvenciones.
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