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Virtudes romanas

Muchas cosas se han dicho y muchas anécdotas han ilustrado el tradicional buen sentido y el saber vivir de los catalanes, pero nada tan acertado, a mi juicio, como la definitiva observación recogida por Xosep Pla a propósito de los naturales de Palafrugell. Según el escritor ampurdanés, los habitantes de Palafrugell gozan de una especial capacidad para quitarse rápidamente los pantalones y quedarse en calzoncillos, y esto en cualquier lugar y haga el tiempo que haga. Hay que reconocer que la observación es sabrosa, y procede de un agudo punto de vista. En 1918, cuando Josep Pla recoge para nosotros ese perspicaz apunte antropológico, España era un país neutral en medio de la carnicería de la Gran Guerra. Su industria alcanzaba prósperos aunque modestos resultados facilitando suministros a los contendientes de ambos bandos. Sus anarquistas, que no habían optado definitivamente por la vía radical violenta, practicaban la gimnasia higiénica y eran vegetarianos. Políticos barbudos pronunciaban discursos en copiosos banquetes mientras la burguesía republicana conspiraba en charlas de café. Todo el país parecía celebrar la mediterránea capacidad que tenían los habitantes de Palafrugell para disfrutar del fresco en calzoncillos, una actitud sin la cual la armonía del universo en las noches estrelladas carece de sentido. únicamente la Iglesia recelaba de aquel comportamiento, porque es bien sabido que la Iglesia siempre ha desconfiado de los paños menores. Reinaba en Roma Benedicto XV y Antonio Maura gobernaba en España con Cambó.Veinte años atrás, durante la guerra de Cuba, los habitantes de Palafrugell habían alcanzado una reputación muy diferente, que nada tenía que ver con la indolencia y sí mucho con el coraje personal y la abnegación. Aquella guerra desdichada posee la aureola romántica que la historia otorga como consolación a las batallas perdidas. Las victorias se levantan sobre bloques de piedra sillar, pero hay algo inexplicable, inacabado y organico con las derrotas que ejerce sobre los individuos un irresistible poder de fascinación. Pero volvamos a los hechos concretos. Cuando la perfidia y la traición del amigo americano atizaban el conflicto de Cuba, el mejor barco de -guerra de la flota de ultramar se llamaba El Catalán. El navío, bien artillado, zarpó para las Antillas con tripulación mayormente ampurdanesa, en la que el timonel y 14 marineros eran naturales de Calella de Palafrugell. Datos tan concretos, con registro de partidas de nacimiento, se suelen encontrar en libros especializados y en monografías bien documentadas, pero he de confesar que los míos proceden de la letra de una conocida habanera. Y dice la canción, con no disimulado orgullo, que ninguno de aquellos bravos marineros volvió a casa, y que al primer encuentro con la flota enemiga sus cuerpos quedaron tendidos en cubierta al pie del cañón. Sin duda, por hábito genético, aquellos muchachos también sabían disfrutar de la vida en calzones. La misma tierra produce individuos capaces de soñar el fresco bajo los signos del zodiaco en las noches de verano y de habérselas con situaciones insostenibles llegado el caso. Las virtudes municipales de Palafrugell se acercan mucho a las virtudes que cuentan las historias de los antiguos romanos. La indolencia no excluye el denuedo, según las circunstancias. Todo está en distinguir claramente ambas operaciones y saber cuándo se pueden contemplar las estrellas en paños menores desde una mecedora y cuándo se debe jugar uno la piel.

Tan graves son las horas por las que pasa el país que ni por asomo debe ser tomado con buen humor el sesgo de los acontecimientos políticos, ni hacer uso de la ironía para facilitar la fuga de lo que para muchos ciudadanos ha sido el tiempo de la gran decepción. Nadie desearía ver a un antiguo ministro del Interior proclamar su indefensión a los transeúntes, subido encima de un cajón en la calle de la Montera como último recurso. A nadie le gustaría que las mejores figuras de la baraja política abandonaran de súbito el poder para precipitarse sin transición a las cloacas. Y, aunque plausible, no es exacto, como se arguye con exasperación, que todas nuestras desdichas se deban a un juez que en su juventud frecuentó el seminario, y que del vaticanismo de sus mejores años se haya derivado su pasada afición a los sutiles compromisos políticos lo mismo que su justiciera ambición actual. En los desenlaces dramáticos el espectador pide explicaciones al abanico de personajes presente sobre las tablas del mismo modo que se invoca a los espíritus. Pero, por mucho que el ciudadano invoque, ninguno se apresura a subir a cubierta. Salvo Amedo. Es el único que surge de la sentina cargado de ignominia y coronado con una cadena invisible de 108 años de prisión.

No puedo ocultar el inconfesable atractivo que sobre la historia ejerce el personaje más inmundo del drama. El comisario es un hombre sin raíces, salvo las que haya podido echar en los casinos de juego. Es un individuo sin ética, excepto la que pueda desarrollar respecto a un cuadro de valores que nos es tan ajeno como el que reina en el módulo más duro del penal de El Dueso. Es un comisario sin amigos, salvo que desconozcamos a los antiguos compañeros de cuerpo que hayan podido quedar en el Ministerio del Interior. El oficio imprime carácter, y de su porte habitual se diría que siempre va armado, aunque sin duda se le ha retirado hasta la licencia de caza después de haberla tenido para matar. De su papel se avergonzaría cualquier democracia llevándose las manos a la cabeza, y, en conclusión, nada despeja su misterio. Contra las apariencias, Amedo no es el personaje que más habla, pero es el que más dice. En la orgía de fondos reservados no faltaban recursos para cerrarle la boca hasta la tercera generación. Entonces, ¿qué pasó? Por haber sido ejecutor de basses oeuvres se reconoce en Amedo un secreto y sombrío código del honor donde se pasa factura por palabras no cumplidas, y eso le convierte en el personaje más denso, más inmundo y más interesante del drama. A todos los demás les está haciendo subir a cubierta con gran celo el juez Garzón.

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Declaraba un responsable socialista, a modo de felicitación, que en política cada año es peor que el anterior, pero añadía con desaliento que este año se presentaba tan malo que ya parecía el año que viene. Si, como profetizan, Aznar llega a gobernar, tendrá que hacerlo como don Antonio Maura en 1918, y no es fácil que encuentre a su Cambó. ¿Y dónde están en todo esto las virtudes de la república romana? Yo sugiero, dado el estado del Estado, que se entregue todo el poder a la nación catalana para que administre España según el buen sentido, la indolencia y el denuedo de que dieron muestra en los tiempos modernos los habitantes de Palafrugell.

Manuel de Lope es escritor.

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