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Tribuna
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Desbloquear la situación

Pertenece ya a la mitología nacional calificar de espléndida la transición, y mientras permanezca en el poder la generación que la llevó a cabo, no ha de ser. otro el veredicto. Sin embargo, fallo tan halagüeño exige reprimir la memoria de cómo terminó el primer tramo: con una dimisión repentina, y hasta ahora no explicada ni explicable, del presidente Suárez, al que siguió un intento de golpe militar que, además de humillar a la nación hasta lo más profundo de su ser -muchos todavía no nos hemos repuesto-, recondujo el proceso por cauces ya bien angostos.El fin trágico de la primera transición tuvo una consecuencia adicional de cuya relevancia somos perfectamente conscientes al final de esta segunda: la caída inexplicada de Adolfo Suárez arrastró consigo al partido gobernante. La segunda transición, que se inicia con la llegada al poder del partido socialista en octubre de 1982, una vez que UCD se había evaporado electoralmente, tiene la peculiaridad de que se gobierna sin oposición, gracias a una mayoría absoluta que actúa de rodillo y que detenta un partido que se caracteriza además por la concentración de todo el poder en manos del líder carismático.

Esta segunda transición, pese a las esperanzas que en ella depositó una buena parte del pueblo español y las condiciones excepcionales que confluían para que por fin se consiguiera una renovación democrática de las instituciones y de la sociedad, fracasó porque, como he mos comprobado al final del proceso, el puñado de gobernantes -sobran dedos en una mano para contarlos- en el que recayó toda la responsabilidad no creían en las virtudes de la democracia, ni estaban dispuestos a respetar las normas más elementales no ya del juego democrático, sino incluso del Estado de derecho. La primera transición no logra su objetivo principal: sin rupturas ni traumas, pasar del régimen dictatorial a uno democrático, como si hubiese sido la tendencia natural del sistema franquista culminar en una monarquía parlamentaria. La noche del 23 de febrero, al saltar a la palestra un franquismo residual lo bastante fuerte como para poner en jaque a todo el país, puso de manifiesto la falsedad de esta hipótesis.

En todo caso, la primera transición se enfrenta a un enemigo, por así decir, externo, que se quiere antidemocrático y que no oculta sus intenciones: recurrir al Ejército para mantener la vieja dictadura una vez desaparecido el dictador. En verdad, un sueño imposible, condenado al fracaso, pero que deja un rastro fácilmente perceptible al marcar los estrechos límites de la democracia real que cabía establecer. En cambio, la segunda transición ha llegado trágicamente a su fin, al quedar de manifiesto que su enemigo era interno, que fue el mismo Gobierno de la nación el que gozando de mayoría absoluta, sin oposición digna de mención, acudió a un recurso que tanto en la derecha fascista como en la izquierda leninista ha constituido el sino trágico de este siglo XX: el desprecio de la democracia, incluso en su expresión mínima imprescindible del Estado de derecho, para, en nombre de la eficacia, anteponer la "acción directa".

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"Acción directa" para combatir eficazmente al terrorismo de ETA, es decir, el terrorismo de Estado como método de "acción directa" que se supone eficaz. "Acción directa" para pagar con los fondos reservados las "acciones directas" de los nuevos héroes, que piden compensación económica. Los que en estos días nos sonrojan con la defensa ambigua del terrorismo de Estado callan que los pretendidos héroes policiales supieron cobrar de los fondos reservados por sus acciones criminales o por guardar silencio: es decir, que los pretendidos héroes se destapan simples asesinos a sueldo. Sobre el negro velo del crimen organizado desde el poder se superpone el enriquecimiento rápido de algunos funcionarios del Ministerio del Interior. "Acción directa" para recabar fondos que aseguren el triunfo en el referéndum pro OTAN, y una vez puestas en funcionamiento las filesas oportunas no faltaran ya objetivos sacrosantos que justifiquen una financiación irregular.

El caso Roldán resulta inconcebible sin un clima de desprecio del Estado de derecho que informa la actividad del Ministerio del Interior desde los inicios de la segunda transición que, ciertamente, recoge una tradición anterior que enlaza con el franquismo. En vez de democratizar los últimos recovecos del franquismo que subsistían en el aparato represivo del Estado, se aceptan sus métodos como modelo de eficacia.

La segunda transición se disuelve al quedar de manifiesto una serie de crímenes repugnantes y una ola de corrupción que denuncian un mismo origen: el puñado de gobernantes que acumuló todo el poder, desde un discurso y una legitimidad democráticos, desprecia en el fondo la democracia como principio de comportamiento y se salta o manipula el Estado de derecho, no ya en las cloacas del sistema, sino hasta en la superficie más visible: nombra fiscal, general del Estado a aquel que sabe le puede servir, aunque no reúna los requisitos legales.

La primera transición llegó trágicamente a su fin por el asedio de un franquismo residual antidemocrático. El destino ¿le la segunda ha sido aún mucho más trágico, al quedar destrozada desde el interior por la falta de sensibilidad jurídica y democrática de aquellos a los que el pueblo español había confiado la honrosa tarea de consolidar y desarrollar el Estado de derecho y la democracia.

El que los tribunales hayan sido capaces de llevar a la cárcel a la cúpula policial del comienzo de la segunda transición, el que ya nadie dude de quién fue el señor X, el que la prensa, la radio y la televisión hayan dado cuenta cabal de lo que hasta ahora simplemente sospechábamos y algunos incluso denunciamos en su día, es prueba cabal de que la democracia española ha sobrevivido al peor enemigo concebible: el círculo estrechísimo de poder que en nombre de la eficacia, y con un afán desmedido de mantenerse a cualquier precio en el cargo, no han reconocido límite jurídico a su "acción directa".

El que el presidente, desde que se le escapó (?) el señor Roldán, por aplastantes que sean las pruebas, como en el mal uso de los fondos reservados, no se sienta aludido ni asuma la responsabilidad política que le concierne, obsesionado tal vez por la penal que se dibuja en un futuro todavía impreciso, no debiera ser óbice para que en el partido gobernante alguien dé el paso al frente y, por arriesgada que sea la operación, libere a este partido de la carga de su actual silencio culpable. Nadie que haya permanecido callado en la actual coyuntura podrá después sacar a relucir su sensibilidad democrática y su convicción leal por el Estado de derecho.

En circunstancias tan difíciles no se trata ya tan sólo de defender principios fundamentales, que también, sino que urge desbloquear la situación, de modo que en la tercera transición, que ha de centrarse en un exquisito respeto del Estado de derecho y del juego democrático, por prolongar en -vano su inevitable inicio, volvamos a pagar el precio suicida que desembolsamos en el paso de la primera a la segunda: el hundimiento del partido gobernante, y abramos con ello otra vez una etapa de poder absoluto, sin oposición válida.

Nadie en el partido socialista será tan zafio que, en el grado de descomposición alcanzado, piense que Felipe González podrá presentarse otra vez como candidato a la presidencia; más aún, que si vamos a las elecciones municipales y autonómicas de mayo sin antes haber decantado la situación, la imagen de un presidente acorralado por todas partes, en vez de servir, como en el pasado, de locomotora electoral, seguro que espanta hasta los pocos votos residuales, como ya ocurrió en las elecciones europeas, pero ahora con efectos multiplicados.

Que nadie me malentienda; no trato, de impedir lo irremediable, que el Partido Popular inicie la tercera transición, ojalá que con más acierto que las anteriores, ni tampoco se interprete mi propuesta como última forma dé patriotismo de partido, que siempre he despreciado y combatido. Pero estoy convencido de que a la democracia española, a su solidez y permanencia, le conviene que el PSOE no se derrumbe como, con mucha menor culpa, lo hizo UCD.

No sería bueno para el funcionamiento de las instituciones que el PP ganara las próximas elecciones por goleada, lo que, antes o después, sería irremediable si los socialistas fueran incapaces de deshacerse del binomio González-Guerra, que han dado pruebas más que suficientes de que su maquiavelismo de vía estrecha ha estado ligado a un total desprecio por la democracia y el Estado de derecho. Los llamados renovadores están llamados a ser consecuentes con ellos mismos y comenzar la renovación, deshaciéndose de todos aquellos sospechosos de haber puesto en cuarentena al Estado de derecho.

Sé que ya es demasiado tarde y que, desde luego, pocos quedan en las filas del PSOE capaces de arriesgar un de por sí negrísimo futuro político para cumplir la tarea del momento: elegir a un nuevo presidente de Gobierno socialista que cuente con una mínima credibilidad democrática -tal como están las cosas no descubro más que a uno, que prefiero no nombrar para no ponerle en un brete- con el fin de ir a las elecciones municipales y autonómicas sin la actual losa, y, una vez terminada la presidencia europea, después de que el presidente en ejercicio hubiese ganado algún prestigio, habría que convocar elecciones generales: para perderlas con dignidad, es decir, manteniendo un cierto equilibrio en el sistema de partidos Ya en la oposición, continuar con el proceso de regeneración, que va a ser difícil y costoso -hasta tal punto el PSOE ha dilapidado su credibilidad-, pero que en las condiciones actuales significa la mejor salida posible a la gravísima crisis, no ya de los socialistas, sino de todo el sistema democrático.

Ignacio Sotelo es catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Libre de Berlín.

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