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De sorpresa en sorpresa

El Premio Nacional de Poesía va de sorpresa en sorpresa. En la edición de 1991 recayó en un poeta cuasi desconocido y cuasi inédito, Luis Álvarez Piñer (1910); en la del 92 fue para un poeta póstumo, Basilio Fernández, quien, en efecto, había fallecido varios años antes, en 1987, sin haber publicado más que unos cuantos poemas en su juventud; las aguas parecieron volver a su cauce con la concesión del premio, en la siguiente edición, a José Ángel Valente. Pero ahora, de nuevo en la dialéctica de las sorpresas, el galardonado ha sido el granadino Rafael Guillén (1933), impulsor de una benemérita colección de poesía, Veleta al sur (1957-1966) y autor de una extensa obra, una selección de la cual se publicó en 1988, en Granada, bajo el título de Los alrededores del tiempo prologada por José Luis Cano, quien también incluye a Guillén en su antología lírica española de hoy.Por su edad el autor pertenece a la generación del cincuenta, aunque, dada su trayectoria vital y estética, más bien habría que adscribirlo a la otra generación del cincuenta, junto con algunos poetas hoy poco conocidos, casi todos andaluces, entre ellos Pilar Paz Pasamar, Julio Mariscal, Mariano Roldán y José Luis Tejada. Un veterano poeta el galardonado, que ve así recompensada su larga dedicación a la poesía.

La sorpresa, sin embargo, es evidente. En 1993 se publicaron títulos de factura más novedosa, de mayor apuesta estética. Algunos han entrado en la selección final, otros no. Pero es inevitable aludir a la honda desazón vital e intensa expresión de Los viajes sin fin, de Juan Luis Panero, a la elegante frescura de El hacha y la rosa, de Luis Alberto de Cuenca, al denso acento meditativo de Acaso una verdad, de Trapiello, al bronco desgarro de Hablando de pintura con un ciego, de Roger Wolfe o al ambicioso experimentalismo de Visto y no visto, de José Miguel Ullán, sin olvidar, en catalán, Els motius del llop, de Joan Margarit.

Lo que se echa de menos en el Premio Nacional de Poesía y, en general, en los premios nacionales es la falta de una política coherente. ¿Qué se premia? ¿La edad y el mérito? ¿El mérito sólo? ¿La renovación? ¿La tradicionalidad? Una vez, en el curso de unas deliberaciones, le oí decir a un jurado ante la razonable objeción que otro compañero de mesa formulaba al candidato que él presentaba: "¡Pero X... ha sufrido mucho por España!". Hombre, si nos ponemos así se ha terminado cualquier tipo de discusión. Me parece urgente, insisto, la necesidad de esa política si es que, verdaderamente, lo que se persigue con los premios institucionales es una cierta ejemplaridad estética. Como la que, por ejemplo, se alcanzó cuando en la edición de 1966 (y estábamos bajo la bota del viejo) se premió Arde el mar, de Pere Gimferrer, un libro que cambió la poesía española, aunque, desde luego, en la lista de galardonados de aquellos años hay también auténticas aberraciones. A lo mejor es que las cosas tienen que ser así. A lo mejor.

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