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Madonna y la España eterna

Antonio Muñoz Molina

Tal vez el descubrimiento más melancólico que hace un español cuando viaja algo por el mundo es el de la inexistencia de su país. Hace algo más de una década, en el pleno entusiasmo socialista y hortera por la modernidad, en España se puso de moda decir que España estaba de moda en el mundo, pero esa moda mundial apenas traspasó las fronteras españolas, y el mundo permaneció más bien impermeable a ella: antes de los ochenta, España era, en general, los toros, la bata de cola y la Inquisición; ahora es los toros, la bata de cola, la Inquisición y las películas de Almodóvar.Ni un solo español tiene una presencia firme y verdadera en los repertorios culturales europeos y americanos: la literatura española es algo de lo que se ocupan con admirable devoción los especialistas universitarios en literatura española, que viven tan recluidos en sus departamentos como los especialistas en literatura croata o lituana en los suyos. En los programas universitarios de literatura comparada -lo que antes se llamaba literatura universal- nunca se encuentra La Celestina, o el Quijote, o La Regenta, o Fortunata y Jacinta, o Tirano Banderas. Ningún occidental cultivado puede desconocer la existencia de Flaubert, de Stendhal o de Tolstoi: nadie, salvo unos cuantos especialistas, conoce los nombres igualmente grandiosos de Leopoldo Alas, de Galdós o de Valle-Inclán, cuyo ostracismo es tan absoluto y tan injusto como el de otro de los maestros de la novela europea, el magnífico Era de Queiroz, que tiene la precisión y el aliento de Flaubert y la ironía de Dickens, y que en las casi mil páginas de Os maías hizo una epopeya de las pasiones, las lentitudes y los fracasos de la vida diaria que a mí me gusta tanto como U educación sentimental.

En la prensa internacional muy pocas veces se encuentran noticias sobre España, y cuando aparece alguna tiende a otorgársele el atractivo de lo extravagante, de lo pintoresco y de lo sanguinario. Entre enero y junio de 1993 puedo atestiguar que The New York Times publicó una sola fotografía de un personaje público español, y éste resultó ser Jesús Gil y Gil. En los últimos meses, el asunto español que ha adquirido más relieve en International Herald Tribune ha sido la interesante polémica sobre el toro de Osborne.

Pero es que se ve que estamos tan condenados a la fatalidad de lo taurino como a la del recuerdo de la Inquisición. De una ópera, Don Carlos, de Verdi, procede en parte la convicción intemacional sobre el oscurantismo poeIítico de los españoles. Y es otra ópera, Carmen, la que suministra los invencibles lugares comunes sobre la belleza. y el apasionamiento de nuestras mujeres y la, propensión a la irracionalidad y a. la tauromaquia del hombre español. Hace unos años se estrenó en la BBC una serie sobre España. Se titulaba, como era d.- esperar, Fuego en la sangre, lo primero que se veía en ella era el primer plano de los testículos de un toro.

El estado natural de los españoles razonables que viven fuera del país es la congoja melancólica de la invisibilidad, la sospecha de que no hay remedio, de que debemos resignamos a lo mismo de siempre, a la mitología mugrienta de las corridas de toros, del oscurantismo religioso y el rompe y rasga subnormal de la ordinariez aflamencada. Pocos lugares más tristes pueden visitarse en esta vida que algunos restaurantes españoles en el extranjero, decorados siempre con un folclorismo ruinoso y apócrifo, con carteles de toros cubiertos por una mugre grasienta de frituras y moscas españolas, con monteras polvorientas y banderillas descoloridas clavadas en las paredes, con rejas andaluzas y sombreros mexicanos, exudando olores tan fósiles como las tortillas de patatas y las paellas del menú.

En ocasiones esos lugares atestiguan el desamparo de los emigranttes arrojados por la necesidad a la intemperie hostil de los suburbios industriales europeos: cómo no comprender que se les partiera el corazón escuchando a Antonio Molina, que un guiso de arroz: o un aroma de aceite de oliva, los abrumaran de nostalgia. Lo que no me parece aceptable es esa reivindicación cultural de la España más basta que se insinúa últimamente, la sofisticación de: la mugre, el oportunismo de buscarse una notoriedad internacional manoseando de nuevo el taurinismo y el flamenquismo, la exaltación de lo sanguinario y de lo burdo.

Pasando junto a la fachada de un cine en París en la que el anuncio del estreno de una película española era un individuo con cara y ademanes de semental que se frotaba la entrepierna, he sentido vergüenza. Ahora, en todos los periódicos y en todo3s los noticiarios de la televisión se celebra el advenimiento, de Madonna, que llega a España para rodar un vídeo musical de pasiones taurinas, basado, para mayor originalidad, en el mito ya algo pelmazo de Carmen, que es un mito del que no parece que vaya a aburrirse nadie nunca. Parecía que estábamos viviendo una nueva edad de plata de las letras y de las artes españolas, y ha resultado que al filo del siglo XXI sólo interesa de nosotros un folletín francés del XIX. Estamos condenados, no hay duda. Madonna, el toro de Osborne y Jesulín de Ubrique son los héroes culturales de este otoño del 94

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