Belleza, dolor sin tregua
Hay dos maneras nobles de ir a ver una película. Una -la más extendida pero también la más epidérmica- consiste en buscar en ella una tregua de respiro que amortigüe durante un par de horas la presión sofocante de la vida cotidiana que ahora mismo flota sobre el asfalto de Occidente. Y otra -menos extendida pero más profunda, ya que alimenta la gloria del cine contra la corriente- consiste en buscar en la pantalla sordas evidencias oscuras de esa sofocante vida real que uno deja fuera, en la calle, cuando entra en el ámbito mágico de un cine.Quienes prefieran o requieran la primera, no van a encontrar lo que buscan viendo Ladybird. Pero quienes vayan a buscar en la pantalla un puñetazo entre los ojos de la condición agónica de la vida contemporánea, no sólo verán en ella lo que buscan, sino que lo encontrarán en estado de pureza, de absoluta maestría, pues Ladybird es ya, con sólo meses de existencia, parte de la historia del cine: la película mejor acabada y más profunda del cineasta británico Ken Loach, que vuelve -tras la apasionante intriga de Agenda oculta y las formidables sacudidas de humor negro de Riff Raff y Lloviendo piedras- a sus desconocidas en España, primeras incursiones en los sórdidos rincones del horror cotidiano que supone vivir en las zonas pobres de la opulenta sociedad británica.
Ladybird, Ladybird
Dirección: Ken Loach. Guión: Rona Munro. Fotografía: B. Ackroyd. Reino Unido, 1994. Intérpretes: Crissy Rock, VIadirnir Vega. Estreno en Madrid: Renoir y Princesa, en v. o.
Hay una frase en el filme que lo radiografía: "El sufrimiento es útil para el Gobierno". De otra manera: el poder y sus leyes, para ser necesarios, necesitan para autojusficar su existencia el padecimiento de aquellos a quienes gobiernan; y esto fatalmente les conduce a generar sufrimiento en forma de tortura legal, en ocasiones de proporciones tan crueles que resultan inimaginables. Y el filme es el relato -en el que la ficción toma un portentoso vigor documental, hasta el punto de que la película no parece interpretada sino vivida- de un escalofriante suceso verídico, elegido entre los miles y miles de su especie que se amontonan -son palabras de su escritora, Rona Munro, que dará que hablar en el cine futuro- en los archivos d e la Asistencia Social británica.
La tortura legal, el persistente crimen de Estado a que es sometida la mujer cuyo caso narran, con un coraje que les honra y que nos ennoblece, Loach, Munro y la actriz ¡qué actriz!- Crissy Rock, enfría el Infierno del Dante: es más que dantesco, ya que carece de la menor redención poética y su exposición es -como es lo expuesto- de un brutal prosaismo. Sólo las dos escenas -geniales escenas- de los dos partos y sobre todo el último, aquel momento aterrador en que la mujer pide a su niño, que ya asoma la cabeza entre sus piernas, que no salga de su vientre, que se quede dentro de ella y no pise el suelo del mundo que le espera- son instantes respirables, pues tienen la apoyatura consoladora del lirismo solidario, emotivo.
Pero el resto del filme es la reproducción, sin tregua ni consuelo alguno, de la devastación a que un Estado somete a una mujer de escasas luces, cuya única pasión y cuya única forma de ser y sentirse libre es parir, ser madre; y ese Estado y sus leyes no le reconocen -por burdas, secas, triviales, torcidas, mortíferas razones burocráticas- el derecho a serlo. El resultado es una de las películas más bellas, sólidas, sublevadas y vivas de los últimos años. Y también una de las más duras y amargas de ver.
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