La onda del desmadre
Tal vez con ánimo de réplica al célebre "chillen, putas!" del poeta Octavio Paz, saluda la cantante Astrid Hadad a su perplejo auditorio con otro imperativo no menos categórico: "¡Aúllen, cabrones!" Como si la intérprete punkiteca, que hoy actúa en Sevilla y mañana en Valladolid, aún respirase por la herida de aquel sabio consejo de María Félix ("Dior en la línea de fuego", en expresión feliz de Carlos Monsiváis) masticado en La cucaracha:" Échales mentadas, que también duelen". Para montar todo lo que haga falta, de la madre Perica a la madre Patria, Astrid Hadad no duda en arroparse carnavalescamente de muy sólidos mitos: la Coatlicue, la Malinche o la mismísima Virgen de Guadalupe. Sor Juana de pulquería y carpa, viste modelos que ni soñados por el pintor Julio Galán -admirador ferviente de Miguel Bosé. Bataclana de izquierdas, pasa y repasa el chile montaraz por todos lo sagrados corazones. Lépera en tierra de secano, no escuchará del respetable ni este viejo refrán alburero: "No me cierren las petacas, que faltan las dos talegas". Pero baila la rumba pacifista como quien practica el wing-tsun, sin, encomendarse a Ninón Sevilla ni a Tongolele. Su vulgaridad convence. Su grosería reconforta.En Astrid Hadad, el humor grueso no carece de ese pirandeliano "sentimiento de lo contrario" que, mientras Manuel Fraga quiere encontrar petróleo en Galicia, consigue chamuscar lo solenme. Ella habla de sincretismo, por si cuela. Y, a decir verdad, nada previo ha sido en balde. No sólo el libertinaje ejemplar de Frida Kalilo, tan evocada. También, el coraje de Lucha Villa, la espinita de Ana María González,_la picardía de Toña la Negra (El apagón), la lentitud sublime de Elvira Ríos, los cantos sagrados de María Sabina, el desgarro de Chavela Vargas, la ordinariez de la tigresa Irma Serrano, el morbillo gélido de Lolita de la Colina, el relajo calenturiento de Isela Vega, el grado cero de Laura León (Ay, cómo me duele), el despecho inmóvil de Paquita la del Barrio o los chistes procaces de Carmen Salinas (la recuerdo en las pausas de Pérez Prado) desde el escenario del teatro Blanquita. Además, los personajes de carne y hueso de-Elena Poniatowska o los imaginados por María Luisa Erregurena en su novela El día que Dios se metió en mi cama. Todavía más cerca de As trid Hadad, las actrices Ofelia Medina y Jesusa Rodríguez. Sin tampoco desentonar del abigarrado y hasta contradicto no conjunto la vocecita de Agustín Lara: "Te quiero, aunque te llamen... pervertida".
Herencia y despilfarro de la condición femenina en México, abocada a elegir, como en alguna estampa de Romero de Torres, entre la santidad y el ramerismo. En su tesis Sobre cultura femenina (1950), la escritora Rosario Castellanos, de cuya muerte se cumplen ahora veinte años, llegó a escribir con improbable ironía: "Sí comparo mi inteligencia con la de un hombre normalmente dotado (siendo yo una mujer normalmente dotada) es seguro que me superará en agudeza, en agilidad, en volumen, en minuciosidad y sobre todo en el interés, en la pasión consagrados a los objetos que servirán de material de prueba ( ... ) Es un hecho incontrovertible que está allí. Y puede ser que hasta esté bien".
Con el tiempo, la autora de Bahín Canán y Oficio de tihieblas supo compartir el fervor de Simone Weil y evolucionar hacia posiciones diametralmente opuestas a las reflejadas en su tesis doctoral. Mas nunca olvidó su infancia desdichada cuando, a la muerte de su hermano, tuvo que escuchar: "¿Por qué murio el varón y no la mujercita?" Su padre suspiraba: "Ahora ya no tenemos por quién híchar". Y su propia madre empezó a repetirle: "Mira, tu papá y yo te queremos porque tenemos la obligación. Pero ninguna otra gente, nadie en el mundo, nunca, nunca te va a querer". Contra esas palabras y ese ámbito, berrea a la perfección Astrid Hadad. Para nunca tener que volver a decir: "Y yo, que he sido red en las profundidades, / vuelvo a la superficie sin un pez".
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