Una bandera de combate
Toda identidad, y la vasca no podía serlo menos, es siempre una bandera de combate, mucho de fronterizo y de discriminador y exclusivizante del invasor extranjero. Artificial, como cualquier otra identidad colectiva, es una representación seria de un colectivo social, como bien señalaba Durkheim de la religión, y no puede ser tenida por una patraña, como gustan de considerarla no pocos pensadores sesgados de historicismo profesional. La identidad vasca, falta de formas y de protocolos palaciegos y de las exquisiteces del encanto de la burguesía, se caracteriza por una enfatización de la rudeza y por un simplismo de la formulación de este carácter aduanero y fronterizo común a toda identidad colectiva. A su peso social colectivo se suma la contundencia de su rudeza histórica, fruto indirecto probablemente de que, como sostiene Walter Connor, los nacionalismos son siempre fruto de la masas y no de las élites.Pero lo que exhibe de firmeza y de contundencia la identidad vasca lo padece de claridad de modelo, de nitidez de fronteras y de base de legitimidad social histórica. Nadie es capaz de fijar los términos geográfico-sociales de lo que constituye la base social de esta identidad, así como nadie es capaz de fijar el texto histórico en cuya lectura los vascos (y los no vascos) puedan encontrar la génesis de su personalidad común. La identidad colectiva vasca, en efecto, es una bandera artificial y belicosa que suma a su rudeza la sacralización de una totemización de la historia. La irrelevancia histórica de sus tótemes, lejos de debilitarla, como también apuntó Durkheim, corrobora la existencia creadora de su cuerpo social.
Recurrir para su legitimación a la historia es perderse en un desierto de espejismos, apelar al euskera es exiliar a más de dos terceras partes de su población actual, reclamar la hidalguía del apellido es olvidar que los apellidos de más larga tradición vasca son los de los López, García Ruiz, Mendoza, Guevara o similares, aferrarse al jus loci es desconocer que más del 70% de la población actual procede de abuelos que no son vascos y, finalmente, buscar el estribo en la etnia, la religión o la raza equivale a cambiar el solar por el palo del gallinero.
La identidad vasca no proviene, y éste es un error muy común entre nosotros, del quehacer mistificador de Sabino Arana ni puede ser dibujada con precisión en un mapa territorial, de ahí su ambigüedad y confusionismo. En la identidad vasca actual ha dejado de tener carácter definitorio el lugar de nacimiento. En otras palabras, es rechazada la exclusión como vasco a aquel que haya nacido fuera de las fronteras administrativas (que tampoco existen) de Euskal Herria. En este sentido, la identidad vasca tiene algo del orgullo, al mismo tiempo que del estigma, del judío que transporta consigo mismo su responsabilidad identificadora. Tampoco sirve como criterio el del jus sanguinis que por herencia genética permita legitimar la pertenencia al nosotros vasco. La identidad vasca reconoce estos dos criterios como facilitadores de pertenencia, pero no como carnets de exclusión. Si así fuera, más del 40% de la población de la comunidad autónoma vasca actual dejaría de pertenecer a ese nosotros tan potencialmente beligerante cuanto fronterizamente borroso. Al jus loci y aljus sanguinis, desde hace una veintena de años, los definidores del ser vasco, desde los líderes políticos a los sociales, desde los estrictamente culturales a los puramente administrativos, vienen reconociendo el jus laboris, es decir, que todo aquel que trabaja entre vascos es aceptado como miembro del colectivo y como sujeto de pleno derecho de la identidad colectiva de los vascos. Este nuevo código del jus laboris se acepta como integrante de la comunión vasca a quien "aquí trabaja y aquí ama su trabajo". Este nuevo código ha surgido de la necesidad que imponía el hecho de que, en el comienzo de la democracia, en la década de los setenta, la mayoría de los residentes adultos del País Vasco había nacido fuera del país, y, por consiguiente, en base al fuero del jus loci, debían ser computados como extranjero y ha conseguido, en su amplitud y vaguedad, una practicidad de convivencia que sólo ha sido posible mediante esta benevolencia compartida de todas las identidades colectivas en litigio, en un país en el que un gran sector de los que se creían dueños de tal derecho pretendía imponerlo a punta de lucha armada y de frontera estatalizante.
El código del jus laboris ha logrado desarrollar una identidad amalgama que va desde la identidad de linaje (que presume de apellidos, pero no de combatividad política) a la identidad belicista del reclamo del rango estatalizante independentista, pasando por la identidad romanticista de la identificación con el folclor y el paisaje o la identidad pragmática del inmigrante saltamontes, contento, pero siempre dispuesto al salto de retorno a su lugar de origen.
La identidad vasca es una identidad amalgama que hoy, como siempre, sigue siendo artificial y ambigua, indefinida e indocumentada, pero posee, como contrapartida, una memoria histórica colectiva formidable, un reclamo magnético irresistible, una capacidad de esponja insaciable, una ambición sin límites y unas amenazas, potenciales, por qué no reconocerlo, de combatividad y de agresividad que o son pronto satisfechas o volverán a repetir el ciclo histórico de su embrionaria violencia.
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