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'Síndrome Hormaechea'

Llamo síndrome Hormaechea a la confluencia de estos tres factores: una política en la que se entremezcla la corrupción con el derroche, pero que no impide el que se sigan ganando elecciones, gracias a la personalidad carismática del líder, al que una parte del electorado libra de los aspectos más escabrosos de su actividad y le vota en razón de su personalidad y sobre todo de sus obras. El síndrome Hormaechea reúne un conjunto de elementos que, a primera vista, se creerían incompatibles: la corrupción no hace disminuir, o por lo menos no elimina de raíz, la intención de voto, lo que supone un cierto control de los medios de comunicación; la personificación caudillista de la política consigue limpiar al líder de la corrupción que le envuelve; frente al que disiente, se le ningunea o se le insulta; en fin, queda legitimada por los votos una política que a toda persona un poco informada le hace llevarse las manos a la cabeza.Se equivoca el que piense que Cantabria es la excepción y que el síndrome Hormaechea es un fenómeno autóctono, exclusivo de la Montaña. Al contrario, tiene interés ocuparse de tan llamativo síndrome porque es generalizable, sin duda, a otras regiones españolas, incluso a la más diferenciada, Cataluña, en donde la corrupción que se ha detectado en el entorno del partido gobernante no ha enturbiado lo más mínimo la imagen del honorable Pujol, y, desde luego, el síndrome es fácilmente extensible al Gobierno de España, y al de otros muchos países.

La confusión respecto a la actual situación política podría atenuarse algo si utilizamos de plantilla el síndrome Hormaechea. Con su ayuda cabría dar cuenta, al menos, de la sorpresa originada por no haberse confirmado los pronósticos que se manejaron al final de la primavera, al partir del supuesto de que, por mucho que mejorase la economía, no tendría fácil recuperación un Gobierno responsable de tamaños escándalos.

Pues bien, el primer síntoma típico del cuadro patológico descrito, y que algo nos podría ayudar a entender la rentrée, es que legitimidad democrática y responsabilidad política andan disociadas por estos andurriales. Los escándalos de corrupción no afectan sustancialmente a la imagen del líder que, sin asumir la responsabilidad política que le concierne, logra mantener una porción alta de intención de voto, cuando en buena lógica democrática debería ocurrir lo contrario.

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Dadas las instituciones afectadas, apenas son concebibles casos de corrupción de mayor envergadura y con una responsabilidad más directamente atribuible al presidente del Gobierno que las que encarnan los famosos Roldán y Rubio. El informe de la comisión Rubio que nos ha traído el otoño, pese a un impresionante esfuerzo por evitar nombrar responsables políticos de las irregularidades de una persona en la que "ingenuamente se había confiado" -es decir, trabajando en sentido contrario al que debería tener una comisión parlamentaria-, revela algunos datos que vuelven a señalar con el dedo al presidente como sujeto de una responsabilidad que, por otro lado, resulta obvia desde que se publicaron las primeras acusaciones y se alzaron las voces pidiendo la dimisión del gobernador del Banco de España. El presidente, objetivamente -tanta y tan ingenua confianza en las personas le descalificaría como gobernante-, ha actuado como encubridor, sin que hasta ahora haya dado explicación o excusas convincentes.

Tengo que decir que la situación tragicómica de España en este otoño de 1994 se me reveló en el momento en que, al plantearle una diputada del PP las preguntas que nos hacemos un buen montón de españoles, vimos por televisión al presidente fruncir el entrecejo. Una imagen que habla por sí misma y que, contra todos sus injustos críticos, muestra la grandeza del medio. En vez de contestar, González optó por la descalificación personal, negando incluso intencionalidad democrática a los muchos que nos hacemos las mismas preguntas. Bien sabido es que el insulto es la respuesta propia del síndrome Hormaechea -el presidente de Cantabria ya se ha sentado en el banquillo por esta manía de insultar a la gente-, y de una coincidencia me llevó a las restantes, hasta quedar de manifiesto el síndrome que queda descrito.

Descalificar desde el Gobierno la intención de una diputada, que representa a la voluntad soberana del pueblo español, es mucho más grave que el insulto que involucra esta actitud, máxime si pertenece al primer partido de la oposición, con lo que, objetivamente, se está poniendo en tela de juicio la legitimidad democrática de todo el orden establecido. Cuando Gobierno y oposición se cuestionan mutuamente su carácter democrático, el que se desacredita es el sistema en su totalidad.

Pero no hemos de juzgar con la misma dureza a los que desde el Gobierno tildan a la oposición de antidemocrática y a los que reaccionan ante una acusación que, de por sí, se revela muy poco democrática. Asociar al PP con el franquismo ha resultado tan eficaz para los intereses electorales del Gobierno como peligrosamente subversivo para el sistema. La corrupción, en primer lugar, y luego el modo que ha tenido el Gobierno de tratarla, así como el servirse del adjetivo democrático como equivalente a gubernamental y calificar de antidemocráticos a sus críticos, están produciendo un resentimiento antidemocrático generalizado por el que algún día pagaremos la factura.

La situación actual se define, no en función de las categorías de izquierda o de derecha, de centralismo o autonomismo, de democracia o autoritarismo, sino, principalmente, por la ruptura -otra vez las malditas dos Españas- entre aquellos que piensan que el no asumir las responsabilidades políticas que se derivan de los casos de corrupción representa la mayor amenaza concebible a la estabilidad democrática, y los que, al contrario, consideran que lo verdaderamente desestabilizador es que, si se llevase a sus últimas consecuencias la política de manos limpias, se desplomarían los líderes, y con ellos unos partidos, sin la menor entidad propia, hechos a su imagen y semejanza.

Para los primeros resulta intolerable que se vayan acumulando los casos de corrupción sin que los responsables den la cara. Más de un año arrastramos el caso Guerra, y como vicesecretario general del partido gobernante sigue sin asumir las responsabilidades que le conciernen, respondiendo hasta ahora, como es propio del síndrome propuesto, con el insulto a cualquiera que se lo recuerde. Desde mayo, y no sabemos aún por cuánto tiempo, soportamos a un presidente que para una parte considerable de los españoles ha perdido toda credibilidad, al no haber asumido las responsabilidades que le conciernen en los casos Roldán y Rubio, y también injuria como último y único argumento.

Unos se remiten a los valores democráticos más elementales, por los que resultan inaceptables conocidas sospechas -desde los GAL a los casos Roldán y Rubio que no han hecho más que robustecerse con el paso del tiempo y que exigen, como la sola forma de restablecer una mínima credibilidad en el sistema democrático, que se asuman las responsabilidades pertinentes. Porque si la democracia no es capaz de purificarse, al imponer las responsabilidades que correspondan, es que ya ha muerto y lo oportuno sería entonces luchar por restablecerla. Los otros, y no son pocos y sobre todo influyentes, se espantan ante semejante moralismo de los principios, y prefieren refugiarse en explicaciones sociológicas para dar cuenta de lo ocurrido. Tal vez no se pueda exterminar la corrupción; lo decisivo es mantenerla dentro de límites estrechos, y algo parece que se ha mejorado en estos últimos meses. Si Felipe González funciona como locomotora electoral, ¿qué interés puede tener su partido en sustituirlo, por escandalosas que hayan sido algunas historias? El desafecto de una parte creciente del electorado se debería más a la recesión que a los escándalos. Además, los casos conocidos esta primavera son de tal dimensión y señalan tan directamente al presidente que lo oportuno es mirar a otro lado y tratar de salvar del naufragio a los líderes políticos que se han ido consolidando en los últimos lustros. Sin ellos, sus partidos se desmoronarían, junto con el sistema. Lo importante es no caer en un perfeccionismo ético que podría dar al traste con lo conseguido, que conviene aprender a valorar antes de que lo añoremos después de haberlo derribado.

La única legitimidad es la de los votos, y un Gobierno es legítimo si caza ratones, es decir, si caza votos, sea cual fuere la política de despilfarro que lleve adelante, los casos de corrupción en los que se haya visto envuelto o los errores que haya podido cometer. Lo esencial, piensa una buena parte de los españoles, como pensaron en el pasado, es que nada cambie, unos porque se verían realmente perjudicados y otros porque creen que se verían perjudicados -el mito de la izquierda que ayuda a los más desposeídos sigue funcionando-; en fin, no faltan los que, al sentirse en una rampa con fuerte pendiente, están convencidos de que cualquier cambio no puede ser más que para peor.

La verdadera división de los españoles hoy en día es la que se advierte entre los indignados, en sus diversas formas, que llega hasta el pasotismo y la indiferencia, y los que, amarrados a la legitimidad de los votos, saben ligar sus intereses con aquellos que logran obtenerlos. Al reconocer de hecho la disonancia entre los votos y la corrupción, la política se convierte en lucha abierta por el poder, de la que han desaparecido las ideas y, sobre todo, la in dignación como impulso ético. Lo que caracteriza a las luchas intestinas en el PSOE es que los bandos en liza no se distinguen por las ideas que defienden, o por la indignación que puedan producirles las historias conocidas. Hasta ahora nadie se ha su bido a la tribuna para exigir transparencia y responsabilidad por los casos de corrupción detectados. Esta España de pandereta, dividida hoy entre los acérrimos defensores del presidente y sus no menos obstinados detractores -en esto han quedado las dos Españas famosas-, dicen que, también es el país de Europa con mayor número de insumisos y con cientos de personas acampadas por el 0,7%. Así que no perdamos la esperanza.

Ignacio Sotelo es catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Libre de Berlín.

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