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Restablecer la virtud perdida

Se hacen los franceses este otoño la misma pregunta que los españoles la pasada primavera: ¿nuestro sistema político está tan profundamente corrompido como el italiano? Y, como en el caso español, las respuestas dependen de la finura intelectual y del nivel de compromiso con el sistema democrático de los participantes en el debate. Para populistas y ultraderechistas como Philippe de Villiers o Jean-Marie Le Pen no cabe la menor duda: el sistema francés hiede como un cadáver sin enterrar. Por el contrario, analistas como Alain Duhamel, de Libération, y Laurent Joffrin, de Le Nouvel Observateur, subrayan al mismo tiempo la gravedad del problema de la corrupción y la buena forma general de la V República.El caso francés, como el español, está lejos del italiano. En el bel paese ha existido durante varias décadas un mecanismo por el cual todos los partidos se repartían el dinero procedente del tráfico de influencias a partir de un sistema de proporcionalidad. Un mecanismo de todos conocido y agravado por la existencia de la Mafia. No es el caso de Francia, donde el Estado republicano sigue sólidamente basado en el dos veces secular principio de la virtud jacobina, como tampoco el de España, aquí por la juventud de nuestra monarquía constitucional.

Pero al norte y al sur de los Pirineos los años ochenta han sido muy peligrosos. Hablan los franceses de los années fric, los años de la pasta gansa, el equivalente a nuestra cultura del pelotazo. Sustituida la hipocresía católica por el cinismo ultraliberal, jaleada la exhibición ostentosa de los signos exteriores del triunfo, obligados los líderes políticos y los partidos a costosísimas campañas de promoción, existiendo fondos abundantes para promover obras públicas e iniciativas privadas, el gusano de la corrupción se instaló en el corazón mismo de la manzana democrática.

Y así, en Francia como en España, todos los partidos -incluidos los socialistas que llegaron al poder a comienzos de los ochenta como campeones de la honradez- tuvieron que inventarse turbios modos de financiación. Los socialistas franceses pagaron muy caro en las legislativas de 1993 el asunto Urba. Ahora, dos formaciones de la derecha, la gaullista Agrupación para la República (RPR) y el centrista Partido Republicano (PR), se ven envueltos en escándalos semejantes.

Hay en la actualidad un centenar de políticos, altos funcionarios y empresarios implicados en procesos de corrupción en Francia. Con este panorama, los demagogos De Villiers y Le Pen querrían presentar a todo el sistema político francés como una impresentable cour des Miracles, del mismo modo que algunos tertulianos y columnistas españoles pretenden que toda la democracia española es un patio de Monipodio.

Hay que purgar la enfermedad de los años ochenta, reconoce el ministro francés de Justicia, Pierre Méhaignerie. Y los analistas más Finos añaden que esa purga tiene que pasar por escenas en las que algunos prominentes políticos y altos funcionarios afrontan esposados las cámaras de televisión. La opinión pública francesa no soportaría una nueva autoamnistía de la clase política. ¿Debe terminar todo ello en una crisis brutal que conduzca al establecimiento de un nuevo régimen? La experiencia italiana, con el condottiere Berlusconi compartiendo el poder con los neofascistas, no despierta ningún entusiasmo en el hexágono galo. Aquí tampoco debería provocarlo. Establecer límites severísimos al gasto de los partidos, establecer mecanismos francos y transparentes para que los particulares y las empresas puedan financiar a sus favoritos y controlar severamente el patrimonio de los políticos y sus familiares directos son las respuestas democráticas a la crisis. Hay que restablecer el principio de la virtud: ser honrado y parecerlo.

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