Sangre y esperma
El personaje de esta obra de grand guignol -género francés: sentimientos extremos en situaciones extremas, terror como fuente de acción- es un crítico. Podría decirse de él, como se dice de otros, que es "amargo" y "no ama al teatro". No ama lo que ve, lo que le dan: llega a su casa después del estreno gritando "coño, coño, coño, coño, coño,'; encuentra que en el escenario no entra la vida, que cuando sale la actriz es como si saliera la muerte. La vida está en los periódicos, que lee: comedia, tragedia, drama; en la radio, en la televisión: escapa del teatro. Esa profesión se está dedicando a otra cosa. Pero, en torno a él, está sucediendo la tragedia exagerada: el hijo que se droga -salta el chorro de sangre-, que se masturba y eyacula -a la vista atónita del patio de butacas- y se acuesta con su resignada madre; no lo ve. No ve el comistrajo de la cocina, escupido y repugnante; ni el coma de su hijo, finalmente, cómo éste estrangula a la madre: el grand-guignol. Sangre y esperma: los dos fluidos de la vida.
Amador (Lielhebber)
Autor: Gerardjan Rijnders. Intérpretes: Titus Muizelaar, Eneke ,Ruxnman y Fred Goessens, del Toneelgroep, Amsterdam. Diseño escénico: Hans Klasema. Iluminación: Heinz-Teweebeeke. Vestuario: Annet Hooghuys. Director: Gerardjan Rijnders. Festival de Teatro de Otoño, sala Olimpia, 28 de septiembre.
Dos partes
No es una obra inocente, claro. Está dedicada a un crítico real de Amsterdam. Amador, título de esta obra, se dice en holandés Liejhebber: y es el nombre de un crítico que existe: bienpensante, ilustre, muy leído. Como si aquí un autor brillante y escaldado llamase al crítico Lorenzo: es un decir. Yo diría que este discurso, esta imprecación de unos 40 minutos, consta de dos partes. En la inmediata, el dolor del crítico, pensando siempre en llamar a su redactor jefe para dimitir (¡cómo cambia de todo, cómo reverencia y se atraganta cuando habla con él de verdad y termina la pieza!) tiene esta queja del que quiere un teatro de contenido, de realidades, y no encuentra más que la superficie. No está exento de razón. Y no es sólo el crítico, aunque tenga nombre propio: es también el autor: este autor, que es un rebelde. El segundo plano es el de su incapacidad para ver la vida cuando se desarrolla ante sí mismo, en su propia casa: es algo más que una cita de aquel pobre colega de tan justa indignación; es una reflexión sobre sí mismo, su profesión, la distancia entre la vida y la obra.Amador tiene algo de retrato. Pero trasciende. Ya se ve que todo esto del crítico y el autor (o sus otros yo) es universal. No sé cómo es el crítico que vive: sé cómo es Gerardjan Rijnders, por su obra del teatro Pradillo (Cóctel, inspirada en Elliot) y por ésta; y por su fama. Su labor está en lo que llama teatro-de-texto, escrito, o "toneel-toneel", frente al "teatro-teatro"; es, precisamente, lo mismo que reclama el crítico-personaje, según los títulos en castellano que se proyectan y la traducción total que se facilita. El hecho de que sea lo mismo que suelo reclamar yo me ufana; y me intranquiliza. Ocurre así que hay algo más que el mero retrato: el personaje es el crítico, pero es también el propio autor, y es el actor magnífico, y es la vida del arte teatral. O sea, que está hablando de sí mismo, de su grupo de teatro de texto ("Toneelgroep", se llama), dudando a través de otra persona de su propia actitud; y ofreciendo teatro-teatro en los dos personajes casi mudos, la esposa y el hijo, representantes de una vida, eso sí, repugnante. Bastante asquerosa: con sangre y esperma en el escenario, casi saltando al patio de butacas. Una traducción metafórica es la del autor (creador-crítico, como suele ocurrir en el mejor teatro) que pide por llevar la vida al escenario mientras los pirandellianos seres que le rodean están clamando por ello y no es- capaz de verles.
El público español tiene siempre un recurso distanciador, que es la risa: de esta obra estremecedora, hiperrealista, mucho más allá de lo que ofrece el esperpento español (no en profundidad: en visión, en anécdota), saca buenos motivos para reírse, y así se libera de la fuerza histérica que sale del escenario. Ya se sabe que en el espectador hay muchas veces una risa que no tiene nada que ver con lo risueño o lo cómico, sino con la distancia que pone para que no le afecte demasiado lo dramático; generalmente, lo sexual. Pero el que ríe, al mismo tiempo se entera y recibe el impacto. De la enorme fuerza del monologuista de texto-texto, Titus Muizelaár, magnífico actor de voz y gesto; de la de los dos personajes vivos y agónicos que le piden su atención y no la obtienen: llneke Ruxnman y Fred Goessens, también actores de primer orden, sin palabras, de espectáculo. La obra es maestra: el contraste es sobrecogedor y la tensión sale por cada minuto de los cuarenta que dura. Las ovaciones largas y fuertes respondieron a la emoción recibida.
Babelia
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