Un amargo optimismo
La tercera entrega de los Tres colores ideados por los cineastas polacos Piesiewicz y Kieslowski, se cierran en Rojo, obra compleja, de gran belleza, con transcurso de apasionante precisión, cálido y sereno, que permite al espectador que no ha visto las entregas precedentes, Azul y Blanco, contemplar ésta con autonomía de sus hermanas mayores, pues se abre y cierra sobre sí misma, pero que a quienes conocen sus antecedentes les permite tender puentes para interrelacionar las tres películas y recomponerlas en la memoria como conjunto e incluso como unidad.Merece la pena buscar en los entrelineados de las imágenes de Rojo algunos de esos puentes, pues son muchos y algunos (por ejemplo, las insistencias rítmicas en destellos del color enunciado, cuya cadencia revela la secuencia fílmica como pura música) muy sutiles, lo que aumenta la voracidad de los ojos sobre la pantalla, que sacian en ella la curiosidad que crea el hecho de que esos puentes sean al mismo tiempo visibles y translúcidos.
Rojo
Dirección: Kryzstof Kieslowski.Guión: Kryzstof Pisiewicz y Kieslowski. Fotografía. P. Sobiocinski. Música: Z. Preisner. Suiza-Francia-Polonia, 1994. Intérpretes: Jean-Louis Trintignant, Irene Jacob. Estreno en Madrid: Roxy, Real Cinema, La Vaguada y, en v. o., Princesa y Renoir.
Dejemos de lado la interpretación personal de las metáforas fundidas en la composición -un guión perfecto que obtiene una traducción visual insuperable- de Rojo, pues aceptan lo que uno necesita ver en ellas y sólo una impone su evidencia al espectador: la jugarreta que una arbitrariedad del tiempo les juega a una muchacha de 22 años y a un hombre de 65, que mutuamente se reconocen, desde el instante tenso y hostil en que se encuentran por primera vez, como la persona desde siempre buscada y amada, cuando ya no les es pos¡ble convertir su pasión en acción
Color y calor fraternales
Y busquemos bajo esas metáforas rasgos comunes no tan opinables, más susceptibles de verificación. No hay dificultad en dar con uno de ellos, necesario para situar desde la butaca un punto de vista firme ante el escurridizo deslizamiento que nos propone la pantalla y que condiciona, porque enriquece, la manera de verlo. Se trata de la armazón del filme en forma de ceremonial trágico. Y conviene, ante los Tres colores y su fundido final en Rojo, recordar que la idea de tragedia asociada a la de dramón truculento y pesimista es (si se recupera el sentido clásico del término; y eso es lo que hay en Tres colores) inexacta.La tragedia es la representación ritualizada de un infortunio, pero de forma que su contemplación resulta reconfortante y crea optimismo. Un amargo optimismo, pero, ciertamente, el azúcar tiene poco que decir en un esfuerzo de representación del destino común de la gente. Si se le considera como tragedia, hay en Rojo una conversión en tiralíneas de la cámara: tal es la exactitud de sus trazos. Sus personajes juegan al juego sin vuelta atrás de buscar lo que son y asumir lo que irremediablemente les va a pasar. Son criaturas dotadas de belleza e inteligencia, gente excepcional gracias a la excepcionalidad de sus intérpretes -esa hermosura de mujer llamada Irene Jacob; y Jean-Louis Trintignant, viejo actor que alcanza aquí la cumbre de su carrera en una creación elegante, sobria, enigmática, explosiva- y a la generosidad del estilo de Kieslowski, que convierte a cuantos aceptamos su llamada a identificarnos con esas sus criaturas, también en gente excepcional, pues logra una película que ennoblece a quien la ve.
Y por ahí puede buscarse en Rojo -color y signo de la fraternidad- ese rasgo de trágico optimismo. Kieslowski logra en su trilogía convocar a minorías muy pobladas -de ahí su éxito y de ahí también la envidiosa hostilidad que esta autoexigencia provoca- para que se enfrenten a cuestiones mayores de la existencia. Formalizado por otro, lo que este cineasta -y detrás de su nombre aprietan los de quienes forman su equipo, pues sus películas son, como todas las que merecen la pena, conjunciones de talentos ensamblados- representa es seguro que se hubiera convertido bien en una vaciedad pretenciosa o bien en un ladrillo indigerible para esas pequeñas mayorías o grandes minorías que moviliza. Es esa capacidad de movilización un rasgo de esta obra y sus antecedentes: nos pone en contacto -en medio de la pendiente hacia la bajeza y la memez sobre la que se desliza el cine de hoy- con el impulso de subir, de elevarnos hacia asuntos duros, complejos, que requieren esfuerzo.
Y Rojo devuelve al cine el perdido gusto por lo grave sin privar a la pantalla de la agilidad y ligereza que requiere para que esas grandes minorías o pequeñas mayorías acudan a su llamada. Sólo para entendernos: es lo que hacía Charles Chaplin cuando, con más capacidad de diversión que todos los entretenedores de su tiempo juntos, nos metía, como quien no quiere la cosa, en alturas shakespearianas o cervantinas y nos hacía subir el Everest a la pata coja.
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