Posteridad de Albert Camus
El destino común es el olvido, dice el poeta menor en el epigrama de Borges: yo he llegado antes. Nadie llegó antes al olvido que el atribulado Albert Camus, que recibió el premio Nobel a los 43 años, se mató en un coche a los 46 y fue supultado inmediatamente después en uno de esos movimientos sísmicos de las modas culturales francesas cuyas ondas expansivas suelen devastar también los débiles cimientos del intelectualismo español. A Camus se encargó de ahondarle la fosa y de volcar posteriormente sobre ella cargamentos de menosprecio y descrédito su ex amigo Jean Paul Sartre, que en 1960, cuando Camus murió, ya se había alzado con la tiara y el cetro de sumo pontífice intelectual de izquierdas, de monarca absoluto del radicalisino y el compromiso político.A Sartre, la verdad, yo nunca llegué a leerlo con verdadero interés, pero eso no quiere decir que no padeciera su influjo, transmitido por los incondicionales de la generación anterior a la mía, que eran quienes dominaban la cultura antifranquista española de los primeros setenta. La presencia de Sartre era ubícua aunque no fuera siempre visible, estaba disuelta en el aire que no respiraba. Sus fotos charlando con Fidel Castro o con los panteras negras, o arengando a los trabajadores de una fábrica desde lo alto de un bidón, o vendiendo en las calles de París un periódico maoísta, eran las estampas canónicas de lo que debía ser un intelectual. Incluso se presentaba su relación son Simone de Beauvoir como un modelo para los amores progresistas: pareja abierta, lucha en común, sinceridad, compartirlo todo, etcélera.
Al cabo de los años se ha ido descubriendo que las recetas políticas de Sartre eran tan catastróficas en la realidad como sus convicciones sentimentales, y no menos embusteras, y que los extremismos sucesivos a los que se entrego no eran tanto el fruto de una inteligencia desasosegada y rebelde como una predisposición fanática hacia cualquier clase de dogma, fuera éste la Revolución Cultural China, el terrorismo o el psicoanálisis. Parece ser que se comportaba igual de irresponsablemente con los vivos que con los muertos: a Gustave Flaubert lo quiso convertir en la víctima de una infancia adecuadamente fraudiana, y dedicó un volumen de varios miles de páginas, El idiota de la familia, a demostrar que Flaubert había sido un niño silencioso y atontado, que odiaba a su padre tiránico, y no aprendió a leer y a escribir hasta los nueve años.
Pero resulta, según cuenta Herbert Lottman, biógrafo excelente de Flaubert, y también de Camus, que para sostener su tesis de la idiotez infantil Sartre prescindió a conciencia de algunos documentos obvios que demuestran lo contrario: entre ellos, los exámenes escritos en perfecto francés por Flaubert a los siete y a los ocho años, exámenes que se encuentran en los archivos a disposición de cualquiera, pero que Sartre prefirió no consultar, a fin de que la realidad no empanara el resplandor de sus hipótesis.
En los sesenta y en los setenta, la honestidad intelectual no era algo que mereciera mucho aprecio, especialmente entre las clases cultas europeas, que se especializaron en la fabricación de hermetismos verbales y de frivolidades políticas enmascaradas de radicalismo incluso de rigor científico. No era que Camus se hubiese pasado de moda: era que simplemente no existía, que había sido borrado cuidadosamente por los nuevos mandarines para que su voz, después de muerto, no siguiera disonando igual que cuando estaba vivo. Sólo lo leíamos los adolescentes de provincias con inquietudes existenciales y escasa información de última o de penúltima hora.
Pero en cuanto uno iba a la universiodad y empezaba a enterarse de algo dejaba automáticamente de leer a Camus, incluso le dedicaba un cierto menosprecio intuitivo. Había que leer a los que entonces ostentaban el sello de garantía de verdaderos radicales, los aprobados por la ortodoxia de la moda: Sartre, Althusser, Foucault, Deletize, Poulantzas, Roland Barthes, los maestros pensadores, los destructores del Estado burgués, del individualismo y el humanismo burgués, de la democracia burguesa, de la perfidia de dominación que al parecer se oculta bajo las libertades formales europeas. No había íntima o pública contra la que no estuvieran, salvo, curiosamente, la opresión padecida por cientos de millones de seres humanos en los regímenes comunistas o en las tiranías poscoloniales de Asia y de África: aquellos héroes de la rebeldía eran capaces de denunciar más airadamente los rigores de la gramática que los del Gulag.
Ahora que todos ellos, incluido Sartre, van entrando en el olvido -salvo Foucault, que conoce una desenfrenada gloria póstuma en las universidades americanas- vuelve a recordarse a Camus, y la novela inacabada que llevaba en una cartera de mano cuando se mató, El último hombre, se publica en Francia con un éxito instantáneo y se traduce en todas partes. La muerte después de la muerte, que Sartre y sus acólitos tramaron contra él, se convierte en una vida renovada, en una afirmación tardía y necesaria en medio del desastre de ahora, de todas las cosas que él defendió y que todavía merecen defenderse: la responsabilidad personal, la simple honradez en el trabajo que uno hace, la coherencia entre las ideas de uno y su comportamiento, entre los fines y los medios. A diferencia de Sartre, Albert Camus nunca creyó que hubiera asesinos heroicos ni que el horror y el crimen del presente pudiera justificarse en nombre de un paraíso futuro. Antes de morir ya lo habían condenado al anacronismo: ahora vamos comprendiendo que, de toda aquella generación, él es nuestro único contemporáneo.
Babelia
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