_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Un canto de cisne

Salí de casa y me encontré a Alberto Closas, "¿Qué haces por este barrio?" (no es que mi barrio sea absurdo, sino alejado de su vida) y él me contestó que había ido al abogado laboralista -supongo que a Vizcaíno Casas, que es de mi barrio; y de teatro y de cine- para su jubilación, y había sabido que su pensión, después de ser actor toda su vida, un poco más larga aún que la mía, era de cuarenta mil pesetas al mes. Por eso ha muerto casi en escena: esto es, porque haciendo El canto de los cisnes, de Arbuzov, en el teatro Alcázar, con Amparo Rivelles de compañera, comenzó a salirle una extraña ronquera, un picor en la garganta, un ahogo en la voz: y es que tenía un cáncer y se estaba muriendo.Una de las partes de la leyenda del teatro es ésta: que el espectáculo debe continuar, pase lo que pase, y es que la pobreza del teatro era, y es, de tal magnitud, que si no se trabaja in articulo mortis, se deja sin comer a los compañeros. Por eso murió Moliére prácticamente en escena: vestido con un traje amarillo, y por eso el amarillo es, desde entonces, un color supersticioso -de mala suerte- en el teatro.

Más información
Buen compañero, buen amigo
Muere el galán mas natural del cine español

Alberto Closas: estaba en la compañía de Margarita Xirgu en Madrid, se quedó en el exilio forzado, y siguió trabajando en América. No era rojo como Margarita: le dejaron volver. Y fue otra vez rojo, porque hizo el personaje central -entre varios personajes centrales- de La muerte de un ciclista, de Bardem: otra vez rojo. El era, sin embargo, silencioso, discreto: como un actor, como un español de cualquier tiempo que ha de callar lo que es, y hasta ha de no ser nada, para sobrevivir. Era un galán elegante, serio, irónico; un galán de muchas damas que no perdí nunca el toque del humor. Así estuvo mas de medio siglo, yendo y viniendo de Madrid a Buenos Aires, donde nunca había perdido el nexo: más de medio siglo dando clases de interpretación, agarrado al método -Stanislawski o sus sucesores en Estados Unidos- y también a la intuición, a la enseñanza del tablado, con Margarita Xirgu detrás. Dio esa escuela a quien le escuchó: padre de actores, galán de todas las damas posibles, encantador de todos los críticos, pasó de O'Neil a la alta comedia, y al vodevil, y a veces a algún clásico: qué mas dá, el actor ha de hacer todo lo que le pongan por delante, para llegar a alcanzar las cuarenta mil pesetas mensuales cuando se retire.

Era un buen actor. Fallaba en los estremos: porque, después de toda la vida, después de cincuenta o de casi sesenta años de trabajar en un escenario sentía, como todos los grandes, el terror de enfrentarse al público en una noche de estreno: se le olvidaba el texto, que realmente se sabía. Al día siguiente lo recuperaba: dos días después, si el autor no era gran cosa, o si la comedia se iba al foso, lo agrandaba, lo cambiaba; suprimía la estupidez que podía, añadía el ingenio que se le ocurría. Como debe ser. El purista a veces exige al actor que no se aparte de la letra: cuántas veces, si el actor no hubiera añadido algo -algo que mandaba el público, que requería desde el patio de butacas, cuando había gente en el patio de butacas la comedia hubiera desaparecido. Hablo de un teatro menor. Y el actor nunca es menor: es el texto, es la dirección, la que le hacen trabajar a veces en vano.

Alberto Closas hizo siempre el teatro que pudo hacer: como todos. Siempre lo defendió. Era mejor cuando el texto que tenía que decir no era enteramente idiota; si era idiota, lo decía como mejor podía, le añadía su humor, su ironía o su emoción. Fue un gran actor hasta el final, y se le despide como lo que era. Con el recuerdo de esta última obra que tenía el canto predestinado para él: El canto de los cisnes. Fue su último y gran canto.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_