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La cruzada de la media luna

La Conferencia de Naciones Unidas sobre población y desarrollo no pasará a la historia por la originalidad de sus propuestas técnicas, sino por la trascendencia del debate de ideas que en ella se ha librado. Y no tanto por el contenido de dicho debate, sino por sus características. La inusitada alianza del Vaticano y los fundamentalismos islámicos intentando conformar las políticas de los Gobiernos a principios religiosos es un hecho histórico de hondo calado que invita a la reflexión serena, superando toda reacción visceral.El problema de fondo no es el aborto, un tema complejo y delicado en el que tan legítimas son las posturas de quienes afirman el derecho de la mujer a su cuerpo y a su vida como de quienes rechazan el atentado a la vida humana que aletea en los embriones y fetos. El planteamiento fundamentalista, tanto cristiano como islámico, va más allá y afecta el proceso de reproducción biológica, la sexualidad, la condición de la mujer (y por tanto del hombre), los derechos de los jóvenes y por tanto la organización de la familia), los contenidos de la educación sexual (y por tanto de la educación de la personalidad) y, en último término, las reglas de la relación entre el Estado, la familia y el individuo. En un momento histórico en el que la mujer afirma sus derechos frente a la familia patriarcal, en el que los jóvenes acceden a la sexualidad libre e informada, en el que la educación para un mundo en transformación exige superar cualquier tabú, la toma de posición fundamentalista religiosa en contra de los procesos de cambio cultural plantea una contradicción profunda entre los principios religiosos de una buena parte de la población y su comportamiento social como personas de su tiempo y de su sociedad.

¿Llegarán las feministas cristianas a sufrir en sus carnes el mismo tipo de contradicción que las islámicas? ¿Tendrán los jóvenes católicos que elegir regularmente entre la protección del condón y la condena del pecado? Sin embargo, por desgarradoras que sean esas contradicciones, no dejan de ser individuales. Al fin y al cabo, cada organización religiosa tiene perfecto derecho a defender sus principios, hacerlos respetar a sus fieles y tratar de convencer al resto de la bondad de dichos principios. Algo muy distinto es lo que acaba de suceder en El Cairo: intentar establecer (o vetar) políticas de gobierno a partir de principios religiosos. De hecho, tal es la práctica institucionalizada en los Estados islámicos fundamentalistas, como el Irán de los ayatolás. En otros Estados, como en Bangladesh, Sudán o Arabia, la influencia islámica lleva, de hecho, a resultados semejantes. La tendencia dominante es que los 900 millones de musulmanes vayan modelando su vida sobre. una interpretación estricta y, parcial de los principios del Corán.

De forma políticamente distinta, pero culturalmente equivalente, se está desarrollando una fortísima corriente de fundamentalismo cristiano. Como es sabido, en Estados Unidos varios médicos de clínicas en que se hacen abortos han sido asesinados por activistas cristianos (obviamente condenados por las iglesias) y muchas de dichas clínicas funcionan bajo protección policial. Lo que quizá es menos sabido es que el fundamentalismo cristiano es una de las fuerzas políticas actuales más potentes en las elecciones locales norteamericanas, con programas que incluyen el control religioso de las escuelas públicas y de las concesiones de televisión por cable, así como la criminalización de la homosexualidad.

En una perspectiva más amplia, la iniciativa política de alto nivel por parte del Vaticano en la conferencia de El Cairo parece indicar la afirmación de un movimiento político cristiano de nuevo tipo dirigido a influenciar los Estados y los Gobiernos a través de corrientes de opinión poderosamente financiadas e institucionalmente apoyadas. Así se esboza un nuevo proyecto teocrático en dos versiones: como teocracia de Estado en las sociedades no democráticas; como movimientos sociales apoyados desde la jerarquía religiosa en su cruzada para convertir a los Gobiernos en las sociedades democráticas. La inteligencia del Vaticano (como del islamismo) es apoyarse en tendencias profundas del mundo actual. Por un lado, el desarrollo de una búsqueda espiritual, sobre todo entre la juventud, paralela al creciente desprestigio de la política y de los partidos democráticos. Por otro lado, en el ámbito internacional, la polarización social del planeta, con masas desheredadas para quienes los principios democráticos y, los discursos feministas son abstracciones de privilegiados. Al racionalismo individualista. del mundo occidental y al desarrollismo excluyente del Tercer Mundo, los fundamentalismos religiosos (cristiano e islámico) oponen un mensaje sencillo y secularizante en estos tiempos de confusión: la familia de siempre, el consuelo espiritual, la promesa de la otra vida, la autoestima de la superioridad moral. Por eso, el discurso del Vaticano en El Cairo hace resonar ecos de justicia cuando se opone al discurso tecnocrático sobre el desarrollo y al individualismo competitivo que corroe las bases de la familia, cristiana o islámica.

Lo que está en juego es la influencia sobre la mayoría de la población mundial, en buena parte excluida de un modelo de desarrollo tan dinámico como minoritario. Lo que está en juego es la familia tradicional como mecanismo esencial de transmisión del orden religioso. Pero lo que también está en juego es la reintegración de la Iglesia y del Estado, cuya separación fue históricamente el fundamento de las sociedades democráticas, con perdón de la Inglaterra anglicana. Porque, como bien sabemos en España, toda teocracia conlleva su Inquisición. Sin embargo, en el contexto europeo no es probable el triunfo del proyecto teocrático. Puede ocurrir en cambio que la nueva intransigencia religiosa genere intransigencia antirreligiosa, poniendo en cuestión la gran conquista histórica de la tolerancia de ideas y creencias como norma básica de convivencia.

Manuel Castell es catedrático y director del Centro de Estudios Europeos de la Universidad de Berkeley

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