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El perdón de los pecados

Habría que analizar cuál es la alternativa que propone la Iglesia católica cuando se niega sistemáticamente a que los pueblos, en general, y las mujeres, en particular, se eduquen en la planificación familiar. ¿Una existencia vivida más en Cristo, más en la profundidad del espíritu, que no se fundamente en los banales placeres del cuerpo, en los bienes de este mundo, en las seguridades de orden material, que adopte voluntariamente el modelo de familia que ella misma ha impuesto?¿Qué nos está queriendo decir con esto? ¿Que si las masas de harapientos, que dentro de unos años duplicarán a las actuales en una espiral de crecimiento que hace estremecer de pavor, lejos de buscar en los escombros un alimento que llevarse a la boca se unen en el Señor a cantar himnos en su loor, ocuparán menos sitio, comerán menos y, por tanto, no se devaluarán tanto los recursos del planeta, y habrá pan y ocio para todos? O por el contrario, ¿que la humanidad se espiritualice de verdad, se acerque a Dios, olvide su naturaleza, renuncie a los beneficios del amor y del sexo y ahogue sus ardores en el celibato, con lo que la población, gracias a ese ayuno, dejaría de crecer?

Aunque vistos los múltiples ejemplos que nos ha dejado la historia parece dudoso que el celibato no traiga consigo la reproducción, ya se comprende que la solución parece del todo imposible siendo el Dios en quien se amaparan el que, según los atributos de creador que la propia Iglesia le arroga, implantó el deseo sexual en los seres vivos. Y aunque las nuevas jerarquías, siguiendo la palabra de quienes se hicieron santos y marqueses casi en vida, digan ahora que los "casados son carne de tropa" y no la "élite" que Dios exige de ellos, por más televisión y propaganda que tuvieran y más prebendas que ofrecieran no lograrían que el mundo entero vistiera los hábitos conventuales, sacerdotales o vaticanos. ¿Qué solución propone entonces al brutal crecimiento, al desgaste de la tierra y de los recursos? El caso es que la Iglesia no da soluciones, y no es que no le importe la miseria, la insuficiencia de alimentos ni los miles de millones de seres que viven en condiciones infrahumanas sin saber casi ni quiénes son ni cómo vivirán mañana, sino que no ve en ellos el dolor y la indignidad en la que se debaten porque aun hambrientos, aun depauperados y moribundos, son almas de Dios y cuantos más haya más serán los que le glorifiquen por toda la eternidad. En una palabra, el problema demográfico no es un problema para la Iglesia. Su problema es muy otro.

La Iglesia cree con san Pablo que la mujer es ciudadano de segunda y que ha de estar sometida al marido, tal como le ha sido cantado el día de sus nupcias a generaciones de mujeres que hasta hace muy poco fueron unánimes en aceptarlo. El dominio está siempre estratificado y se ejerce en consecuencia. Mal podrán perpetuarse las jerarquías si su más bajo sedimento se subleva o se le concede categoría de ciudadano, y se confunden los valores y las funciones, y se descalza el vasallaje de los inferiores.

En otras palabras, ¿cómo se podrá mantener la potestad y el público sumiso si las masas de mujeres, y con ellas sus familias, toman conciencia de sí mismas y deciden en libertad lo que concierne a su propio cuerpo y a su alma, a su propia facultad de procrear? Ésa es la verdad, tanto en el caso de la Iglesia como en el caso de los integristas. Una verdad que ni una ni otros desmienten cuando niegan a las mujeres, entre otros muchos derechos infinitamente más básicos, el privilegio que sí otorgan a los hombres de ser ministros de Dios, por no citar más que el ejemplo último y más palmario.

Además, para conseguir más adeptos a su negativa, la Iglesia no duda en atacar por dos frentes distintos y a mi modo de ver falaces: confunde conscientemente "planificación familiar" y ,,aborto", sabedora de que a la primera se sumarían todos los pueblos mientras que la aceptación oficial del segundo sigue provocando temor; e intenta confundir a los países menos adelantados dándoles a entender, al socaire de su propio resentimiento, que lo que se propone en la Conferencia sobre Población y Desarrollo de El Cairo no es sino la voluntad de las naciones más ricas de imponerles una vez más sus criterios con el único fin de colonizarles subrepticiamente con nuevos métodos.

Pero aun pareciéndome poco adecuados, no son los métodos los peligrosos, sino la cerrazón y la intransigencia frente a uno de los problemas más graves que tiene que afrontar la humanidad. En este sentido es curioso observar la magnitud de la audacia de las autoridades católicas, el colectivo que mayores y más crasos errores ha cometido a lo largo de su dilatada historia, al pretender imponer una vez más su actitud contra la razón y la ciencia e impedir que se abran las puertas de la libre decisión a cada uno de los humanos, que podrían así evitar una catástrofe demográfica muy próxima a traspasar el umbral a partir del cual ya no hay retorno posible. Sí, ya sabemos que la Iglesia se libera de sus culpas con la confesión y que dentro de unas décadas, cuando ya no quede ni tierra para enterrar a los muertos, pedirá perdón por esos nuevos errores, como lo hizo hace unos meses su portavoz, el Papa, por llevar a la pira a cientos de miles de hombres y mujeres a los que en su momento se acusó de creer que las hierbas medicinales curaban los dolores reumáticos o de pregonar que la Tierra daba vueltas alrededor del Sol.

Nadie le respondió entonces. Los unos, arrobados y sin palabras porque lo interpretaron como un acto de extrema generosidad y humildad; los otros, entre los que me cuento, se abstuvieron de hacer cualquier comentario porque estaban convencidos de que habría sido, como se está viendo, tan inútil como la propia expresión oficial de su contrición. De nada sirve el perdón por los pecados si no hay propósito de enmienda, ha repetido hasta la saciedad la Iglesia en el foro abierto del púlpito, en los manuales de apologética, en el retiro umbroso del confesionario. Ella, en cambio, insiste. De dónde procede esta audacia y esta seguridad en el error es difícil saberlo. ¿De que el Papa habla hoy por voz de Dios, ex cáthedra? ¿No hablaba también ex cáthedra entonces al oponerse a Giordano Bruno?

Rosa Regás es escritora.

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