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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Una asignatura fundamental

EN VIGILIAS de la apertura del curso escolar, renace como cada año una polémica que, atendiendo a su persistencia, parece como si fuera el problema más grave que tiene una enseñanza con la reforma patas arriba. Se trata de la clase de religión. En virtud de acuerdos concordatarios, el Estado está obligado a facilitar unas horas de clase de religión a aquellos alumnos que manifiesten su deseo de recibirla.No está en discusión ni este derecho, ni tan siquiera que, en virtud de tales acuerdos, esta clase tenga el rango de fundamental para quien la reciba. Pero esta consideración puede tener efectos auténticamente perversos para aquellos alumnos que, en función de sus convicciones íntimas o de las de sus padres, no desean profundizar en el dogma católico por razones que pueden ser muchas y de muy diversa naturaleza.

El rasgo de enseñanza fundamental no supone que la nota de religión cuente para ningún currículo. Si ello fuera así, supondría un agravio para quien no pudiera incorporarla a su calificación media, sobre todo si cupiera la más mínima sospecha de que la nota no evalúa sólo unos conocimientos, sino que retribuye una confesionalidad. Aclarado este punto, la Iglesia desplaza su batalla hacia un colectivo que no debería verse afectado por la existencia de las citadas clases: el de los alumnos que quieren mantenerse profanos, porque tienen otras convicciones o porque piensan que la catequesis pastoral debe ser una tarea parroquial y no escolar.

El ministerio había arbitrado una fórmula. Aquellos alumnos que no se matricularan en religión recibirían asistencia al estudio. Una sentencia del Supremo, sin embargo, desbarató la solución porque si esta tutela se aplicaba a asignaturas fundamentales, entendía la citada corte, se perjudicaba a quienes a la misma hora recibían religión. Las autoridades académicas proponen ahora, como elemento de negociación con la jerarquía eclesiástica, que estos alumnos se entretengan con materias no evaluables y dediquen parte de este tiempo a las manifestaciones plásticas, escritas y musicales de las distintas religiones. La segunda parte de la fórmula tiene un vicio obvio. O se suministra una información redundante a la que se imparte en clases de literatura y arte o se está diciendo que las escuelas españolas no dan a sus alumnos los mínimos y necesarios conocimientos de cultura religiosa, imprescindible para desentrañar nuestra propia herencia.

La historia de la religión y el pensamiento religioso son parte de nuestra cultura. Sin unos conocimientos básicos sobre la misma, nuestro pasado y su legado serán del todo incomprensibles para estas generaciones. Lamentablemente, ésta es la situación en la que se encuentran muchos alumnos, incapaces de descifrar una pintura sobre el Pentecostés y sin léxico para ver en Ben-Hur algo más que una carrera de cuadrigas. Esto debe solucionarse al margen de cualquier presión eclesiástica.

De no aceptarse esta fórmula, una salida lógica es dejar libre la hora de religión para quienes no se inscriban en ella. Libre y ubicada al principio o al final de la jornada para que se pueda optar por ir al patio o por un horario de entrada y salida más flexible. También pueden arbitrarse actividades escolares voluntarias que, a pesar de no Figurar en el rancio catálogo de las asignaturas fundamentales, son provechosas para el alumno y tienen creciente interés, como la educación medioambiental, por poner un ejemplo. Claro que, a poco que sea obvio este aprecio, la jerarquía eclesiástica volverá al argumento del agravio comparativo con quienes no pueden disfrutarlas por estar en clase de religión.

Cualquiera que sea la solución, lo que seguirá pareciendo incomprensible a muchos es que la Iglesia, una vez reconocido su derecho a la educación religiosa y voluntaria, se entrometa en el horario escolar de quienes, por variadas razones, no soliciten su magisterio.

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